ÁVIDOS DE CULTURA.
CAPÍTULO 4. ÁVIDOS DE CULTURA.
Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban [...].
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería(1).
(1) Borges, 1964, pág. 30.
El relato de Jorge Luis Borges «La lotería de Babilonia» tal vez sea la mejor representación de la idea de que la cultura es una serie de roles y símbolos que descienden misteriosamente sobre unos individuos pasivos. La lotería
de Borges empezó como el juego familiar en el que un cartón se lleva el bote. Pero, para aumentar el suspense, los organizadores añadieron unos pocos números que a quien los tenía en su cartón le suponían una multa, en vez del premio. Luego impusieron penas de cárcel a quienes no pagaran las multas, y el juego se extendió hasta convertirse en un sistema no monetario de premios y castigos. La lotería llegó a ser autónoma, ineludible, omnipotente y cada vez más misteriosa. La gente empezó a de Borges empezó como el juego familiar en el que un cartón se lleva el bote. Pero, para aumentar el suspense, los organizadores añadieron unos pocos números que a quien los tenía en su cartón le suponían una multa, en vez del premio. Luego impusieron penas de cárcel a quienes no pagaran las multas, y el juego se extendió hasta convertirse en un sistema no monetario de premios y castigos. La lotería llegó a ser autónoma, ineludible, omnipotente y cada vez más misteriosa. La gente empezó a
A primera vista, parece que las culturas presentan la monstruosa variedad de una lotería de Borges. Los miembros de la especie Horno sapiens ingieren de todo: desde gusanos y lombrices a orina y carne humana. Atan, cortan, rasgan y prolongan las partes del cuerpo de modo que haría estremecer al más perforado adolescente occidental. Aprueban prácticas sexuales un tanto pervertidas, como la de jóvenes a quienes a diario les hacen una fellatio otros chicos más jóvenes, y padres que deciden el matrimonio entre sus hijos e hijas de 5 años. El aparente capricho de la variación cultural lleva de forma natural a la doctrina de que la cultura vive en un universo separado de los cerebros, los genes y la evolución. Y esta separación, a su vez, depende de la idea de una tabla que la biología deja en blanco y en la que la cultura escribe. Una vez que ya he intentado convencer al lector de que la tabla no es rasa, llega el momento de traer de nuevo la cultura a escena. Con ello se completará la consilience que va desde las ciencias de la vida, pasa por las ciencias de la naturaleza humana y llega hasta las ciencias sociales, las humanidades y las artes.
En este capítulo voy a exponer una alternativa a la creencia de que la cultura es como una lotería. En su lugar, la cultura se puede entender como una parte del fenotipo humano: el diseño distintivo que nos permite sobrevivir, prosperar y perpetuar nuestros linajes. Los seres humanos son una especie cooperativa y que usa los conocimientos, y la cultura emerge de forma natural de ese modo de vida. Conviene afirmar en primer lugar que lo que llamamos «cultura» surge cuando las personas hacen un fondo común y acumulan sus descubrimientos, y cuando instituyen convenciones para coordinar su trabajo y arbitrar sus conflictos. Cuando grupos de personas separados en el tiempo y la geografía acumulan diferentes descubrimientos y convenciones, empleamos el plural y hablamos de culturas. Así pues, las diferentes culturas no proceden de diferentes tipos de genes (en este sentido Boas y sus sucesores tenían razón), no viven en un mundo separado ni tampoco imprimen una forma en unas mentes informes.
El primer paso para conectar la cultura con las ciencias
de la naturaleza humana es reconocer que aquélla, pese a toda su importancia, no es ningún miasma que penetre en las personas a través de la piel. La cultura descansa en una circuitería neuronal que realiza la proeza que llamamos «aprender». Esos circuitos no hacen de nosotros unos imitadores indiscriminados, sino que tenemos que trabajar con una sorprendente sutileza para hacer posible la transmisión de la cultura. Por esta razón, centrarse en las facultades innatas de la mente no es una alternativa a centrarse en el aprendizaje, la cultura y la socialización, sino más bien un intento de explicar cómo funcionan.
Consideremos el caso de la lengua materna de una persona, que es una destreza cultural aprendida par excellence. Tanto el papagayo como el niño aprenden algo cuando se les expone al habla, pero únicamente el niño posee un algoritmo mental que extrae palabras y reglas de la onda sonora y las emplea para producir y entender un número ilimitado de frases nuevas. Las dotes innatas para el lenguaje, de hecho, son un mecanismo innato para aprender la lengua(2). De la misma forma, para que los niños aprendan la cultura no pueden ser unas simples cámaras de vídeo que graben pasivamente imágenes y sonidos. Han de estar equipados con una maquinaria mental que pueda extraer las creencias y los valores que se esconden en la conducta de las otras personas, y así puedan convertirse ellos mismos en miembros competentes de la cultura(3).
(2) Pinker, 1984a.
(3) Boyer, 1994; Hirschfield y Gelman, 1994; Norenzayan y Atran, en prensa; Schaller y Crandall, en prensa; Sperber, 1994; Talmy, 2000; Tooby y Cosmides, 1992.
Hasta el acto más insignificante del aprendizaje cultural -imitar el comportamiento de los padres o de un compañero- es más complicado de lo que parece. Para apreciar qué ocurre en nuestra mente cuando sin esfuerzo alguno aprendemos de los demás, tenemos que imaginar qué supondría tener algún otro tipo de mente. Afortunadamente, los científicos cognitivos lo han imaginado por nosotros y han estudiado las mentes de Hasta el acto más insignificante del aprendizaje cultural -imitar el comportamiento de los padres o de un compañero- es más complicado de lo que parece. Para apreciar qué ocurre en nuestra mente cuando sin esfuerzo alguno aprendemos de los demás, tenemos que imaginar qué supondría tener algún otro tipo de mente. Afortunadamente, los científicos cognitivos lo han imaginado por nosotros y han estudiado las mentes de
El investigador de la inteligencia artificial Rodney Brooks, que quiere construir un robot que sea capaz de aprender por imitación, se encontró de inmediato con este problema cuando pensaba en emplear unas técnicas de aprendizaje que son habituales en la ciencia informática:
El robot observa a una persona que está abriendo un tarro. La persona se acerca al robot y coloca el tarro sobre la mesa que está junto a éste. Se frota las manos y se dispone a quitar la tapa del tarro. Sujeta éste con una mano y la tapa con la otra, y empieza a desenroscar la tapa girándola en sentido contrario al de las manecillas del reloj. Mientras está abriendo el tarro, se detiene para secarse la frente, y mira al robot para ver qué está haciendo. A continuación se pone a abrir el tarro de nuevo. Entonces, el robot intenta imitar la acción. [Pero] ¿qué partes de la acción que se va a imitar son importantes (por ejemplo, la de girar la tapa en sentido contrario al de las manecillas del reloj), y cuáles no lo son (por ejemplo, la de secarse la frente)? [...] ¿Cómo puede el robot abstraer los conocimientos que
ha adquirido con la experiencia y aplicarlos a una situación similar(4)?
(4) Adams y otros, 2000.
La respuesta es que el robot ha de estar equipado con la capacidad de ver el interior de la mente de la persona que se está imitando, para poder deducir cuáles son las metas de esa persona y recoger los aspectos de la conducta con la que ésta pretende alcanzar tales metas. Los científicos cognitivos llaman a esa capacidad «psicología intuitiva», «psicología popular» o «una teoría de la mente». (Aquí «teoría» se refiere a las creencias tácitas de una persona, un animal o un robot, no a las creencias explícitas de los científicos.) No existe ningún robot que se aproxime a una capacidad de este tipo.
Otra mente a la que le es difícil deducir los objetivos
de otros es la del chimpancé. La psicóloga Laura Petitto vivió durante un año en unas instalaciones universitarias de otros es la del chimpancé. La psicóloga Laura Petitto vivió durante un año en unas instalaciones universitarias
de «lavar», es decir, utilizar un líquido para limpiar algo. Se limitaba a imitar los movimientos de frotación
de la entrenadora, mientras disfrutaba de la sensación del agua caliente corriendo por entre sus dedos. En muchos experimentos de laboratorio se ha descubierto algo parecido. Aunque los chimpancés y otros primates tienen fama de imitadores («imitar como un mono»), su capacidad para imitar como lo hacen las personas -repetir la intención de otro y no limitarse a copiar movimientos- es rudimentaria, porque su psicología intuitiva es rudimentaria(5).
(5) Tomasello, 1999.
Una mente que no esté equipada para discernir las creencias e intenciones de otras personas, aunque pueda aprender de otras formas, es incapaz de aprender de la forma con que se perpetúa la cultura. Las personas autistas padecen una deficiencia de este tipo. Pueden captar representaciones físicas, como mapas y gráficos, pero no representaciones mentales, es decir, no pueden leer la mente de otras personas(6). Aunque es verdad que imitan, lo hacen de forma muy singular. Algunas son propensas a la ecolalia, repiten al pie de la letra lo que otras personas dicen, sin extraer de ello los patrones gramaticales que les permitirían componer sus propias frases. Los autistas que aprenden a hablar solos muchas veces emplean la palabra tú como si se tratara de su propio nombre, porque las demás personas se refieren a ellas como tú, y nunca se les ocurre que la palabra se define en función de quién la dirija a quién. Si el padre tira un vaso y exclama: «Uy, cuidado», el hijo autista podría emplear uy cuidado como palabra para designar el vaso, lo cual rebate la teoría empirista según la cual los niños normales pueden aprender palabras con la simple asociación de unos sonidos y unos acontecimientos que se solapan en el tiempo. El autismo es una situación Una mente que no esté equipada para discernir las creencias e intenciones de otras personas, aunque pueda aprender de otras formas, es incapaz de aprender de la forma con que se perpetúa la cultura. Las personas autistas padecen una deficiencia de este tipo. Pueden captar representaciones físicas, como mapas y gráficos, pero no representaciones mentales, es decir, no pueden leer la mente de otras personas(6). Aunque es verdad que imitan, lo hacen de forma muy singular. Algunas son propensas a la ecolalia, repiten al pie de la letra lo que otras personas dicen, sin extraer de ello los patrones gramaticales que les permitirían componer sus propias frases. Los autistas que aprenden a hablar solos muchas veces emplean la palabra tú como si se tratara de su propio nombre, porque las demás personas se refieren a ellas como tú, y nunca se les ocurre que la palabra se define en función de quién la dirija a quién. Si el padre tira un vaso y exclama: «Uy, cuidado», el hijo autista podría emplear uy cuidado como palabra para designar el vaso, lo cual rebate la teoría empirista según la cual los niños normales pueden aprender palabras con la simple asociación de unos sonidos y unos acontecimientos que se solapan en el tiempo. El autismo es una situación
(6) Baron-Cohen, 1995; Karmiloff-Smith y otros, 1995.
(7) Rapin, 2001.
Los científicos a menudo interpretan la prolongada infancia de los miembros de la especie Homo sapiens como una adaptación que permite que los niños adquieran las inmensas reservas de información de su cultura antes de emprender la marcha solos como adultos. Si el aprendizaje cultural depende de un equipamiento psicológico especial, habrá que ver ese equipamiento funcionando en los primeros años de la infancia. Y no hay duda de que se ve.
Los experimentos demuestran que los niños de un año y medio no son asociacionistas que conecten de forma indiscriminada acontecimientos que se solapan. Son psicólogos intuitivos que se dan cuentan de las intenciones de otras personas antes de copiar lo que éstas hacen. Cuando un adulto expone a un niño por primera vez a una palabra, como cuando dice: «Esto es un toma», el niño lo recordará como el nombre del juguete que el adulto estaba mirando, no como el nombre del juguete que él mismo estaba mirando(8). Si un adulto maneja algún artilugio pero indica que la acción es fortuita (porque dice: «¡Ay!»), el niño ni siquiera va a intentar imitarle. Pero si el adulto hace lo mismo e indica que pretendía realizar esa acción, el niño le imitará(9). Y cuando una persona mayor quiere hacer algo y no lo consigue (por ejemplo, pulsar el botón del timbre, o intentar anudar una cuerda a una clavija), el niño imitará lo que el adulto intentaba hacer, no lo que en realidad hizo»(10). Como persona que estudia la adquisición del lenguaje en los niños, siempre me ha sorprendido lo pronto que «captan» la lógica del lenguaje, de modo que hacia los tres años aprovechan ya la mayor parte de la lengua hablada(11). También esto podría ser un intento del genoma de activar el aparato de la adquisición de la cultura tan pronto en la vida como el cerebro en desarrollo pueda dirigirla.
(8) Baldwin, 1991.
(9) Carpenter, Akhtar y Tomasello, 1998.
(10) Meltzoff, 1995.
(11) Pinker, 1994; Pinker, 1996; Pinker, 1999.
Así pues, nuestras mentes cuentan con unos mecanismos diseñados para leer los objetivos de otras personas, para, de este modo, poder copiar sus actos y lo que con ellos pretenden. Pero ¿por qué querríamos hacerlo? Aunque damos por supuesto que adquirir cultura es algo bueno, el acto de adquirirla muchas veces se trata con desdén. El estibador y filósofo Eric Hoffer decía: «Cuando las personas son libres para hacer lo que les place, normalmente se imitan mutuamente». Y tenemos toda una colección de animales que nos sirven de imagen para expresar esta capacidad esencialmente humana: además de imitar como monos, tenemos hablar como un loro, caer como moscas o ir como borregos.
Los psicólogos sociales han documentado ampliamente que las personas tienen una necesidad imperiosa de hacer lo que hace el vecino. En los experimentos en que a personas que no participan voluntariamente en ellos se les sitúa junto a otras a quienes se paga para que hagan algo extraño, muchas o la mayoría de las primeras imitan a las segundas. Desafían a sus propios ojos y manifiestan que una línea larga es «corta», o al revés, responden con toda tranquilidad un cuestionario mientras sale humo por las rendijas de la ventilación, o (en un caso de cámara oculta) de repente se quedan en paños menores sin ninguna razón aparente(12). Pero los psicólogos sociales señalan que la conformidad humana, por graciosa que pueda parecer en los experimentos, tiene una razón genuina en la vida social; en realidad, dos razones(13).
(12) Campbell y Fairey, 1989; Frank, 1985; Kelman, 1958; Latané y Nida, 1981.
(13) Deutsch y Gerard, 1955.
La primera es informativa, el deseo de beneficiarse de los conocimientos y el juicio de otras personas. Los habituales de las comisiones dirían que el coeficiente intelectual de un grupo es el coeficiente intelectual más bajo de cualquier miembro del grupo dividido por el número de personas de éste, algo que resulta demasiado pesimista. En una especie que está equipada con el lenguaje, una psicología intuitiva y la disposición a cooperar, un grupo puede hacer un fondo común de los descubrimientos presentes y pasados que con tanto esfuerzo han realizado sus miembros, y terminar siendo más inteligentes que una raza de ermitaños. Los cazadores-recolectores acumulan las técnicas para fabricar herramientas, controlar el fuego, ser más listos que sus presas, eliminar la toxicidad de las plantas y poder vivir con este ingenio colectivo aunque ningún miembro pueda recrearlo desde cero. Además, al coordinar su conducta (por ejemplo, en el juego de la conducción o en turnarse en la vigilancia de los hijos mientras otros cazan) pueden actuar como una bestia de múltiples cabezas y múltiples extremidades y realizar hazañas que no podría realizar un individuo intransigente. Y una colección de múltiples ojos, oídos y cabezas interconectados es más robusta que un solo conjunto, con todas sus deficiencias y particularidades. Hay una expresión yidish que se dirige a los descontentos y teóricos de la conspiración: «Todo el mundo no está loco».
Gran parte de lo que llamamos «cultura» no es sino una sabiduría local acumulada: formas de elaborar artefactos, seleccionar alimentos, repartir ganancias, etc. Algunos antropólogos, como Marvin Harris, sostienen que incluso prácticas que parecen tan arbitrarias como una lotería en realidad pueden ser soluciones a problemas ecológicos(14). Las vacas han de ser sagradas en India, dice: proporcionan alimentos (leche y mantequilla), combustible (las boñigas) y energía (al tirar del arado),
de manera que la costumbre de protegerlas frustra la tentación de matar la gallina de los huevos de oro. Otras diferencias culturales pueden tener su razón en la reproducción(15). En algunas sociedades, los varones viven con su familia paterna y mantienen a su esposa y sus hijos; en otras, viven con la familia materna y mantienen a sus hermanas, sobrinas y sobrinos. Esta segunda disposición se suele encontrar en sociedades de manera que la costumbre de protegerlas frustra la tentación de matar la gallina de los huevos de oro. Otras diferencias culturales pueden tener su razón en la reproducción(15). En algunas sociedades, los varones viven con su familia paterna y mantienen a su esposa y sus hijos; en otras, viven con la familia materna y mantienen a sus hermanas, sobrinas y sobrinos. Esta segunda disposición se suele encontrar en sociedades
de la madre de un hombre han de ser parientes biológicos
de aquél, con independencia de quién se haya acostado con quién, una familia matrilocal permite que los varones inviertan en niños que van a llevar sus genes con toda seguridad.
(14) Harris, 1985.
(15) Cronk, 1999; Cronk, Chagnon e Irons, 2000.
Evidentemente, sólo Procrustes podría defender que todas las prácticas culturales tienen una compensación económica o genética directa. La segunda razón de la conformidad es normativa, el deseo de seguir las normas
de una comunidad, cualesquiera que sean. Pero tampoco en este caso se trata de una imitación estúpida como pudiera parecer a primera vista. Muchas prácticas culturales son arbitrarias en su forma específica, pero no en su razón
de ser. No existe ninguna buena razón para que las personas conduzcan por la derecha de la calzada y no por la izquierda, o al revés, pero existen muy buenas razones para que todos conduzcan por el mismo lado. De modo que una decisión arbitraria sobre el lado por el que conducir, y una amplia conformidad con esta decisión, tienen muchísimo sentido. Otros ejemplos de decisiones arbitrarias pero coordinadas, que los economistas llaman «equilibrios cooperativos», incluyen el dinero, los días
de fiesta establecidos y el emparejamiento de sonido y significado que constituye las palabras de una lengua.
Las prácticas arbitrarias compartidas también ayudan a las personas a superar el hecho de que, mientras muchas cosas de la vida se disponen a lo largo de un continuo, las decisiones a menudo han de ser binarias(16). Los niños no se hacen mayores de forma instantánea, ni las parejas se hacen monógamas. Los ritos de tránsito y sus equivalentes modernos, pedazos de papel como los DNI y las licencias matrimoniales permiten que terceras partes decidan cómo tratar los casos ambiguos -como niño o como adulto, como comprometido o disponible-, sin tener que regatear sin fin las diferencias de opinión.
(16) Pinker, 1999, cap. 10.
Y las categorías más confusas de todas son las intenciones de las demás personas. ¿Es éste un miembro leal de la coalición (alguien a quien quisiera tener de mi lado), o un colaboracionista que se largará en cuanto las cosas se pongan feas? ¿Tiene ése el corazón en el clan de su padre o en el de su suegro? ¿Es ésta una viuda sospechosamente alegre o se limita a salir adelante en la vida? ¿Es que ése me está faltando al respeto o simplemente tiene prisa? Los ritos de iniciación, las insignias tribales, los periodos de duelo establecidos y las formas rituales de trato tal vez no respondan estas preguntas de forma categórica, pero pueden alejar los nubarrones de desconfianza que, de otro modo, penden sobre la cabeza de las personas.
Cuando las convenciones están lo suficientemente extendidas y asentadas, se pueden convertir en una especie de realidad pese a que sólo existan en la mente
de las personas. En su libro La construcción de la realidad social (que no hay que confundir con la construcción social de la realidad), el filósofo John Searle observa que determinados hechos son objetivamente verdaderos simplemente porque las personas actúan como si lo fueran(17). Por ejemplo, son hechos, no opiniones, que George W. Bush es el cuadragésimo tercero presidente de Estados Unidos, que a O. J. Simpson se le declaró inocente en el juicio por asesinato, que los Boston Celtics ganaron el Campeonato Mundial de la NBA en 1986 y que una Big Mac (en el momento de escribir esto) vale 2,62 dólares. Pero aunque se trata de hechos objetivos, no son hechos sobre el mundo físico, como el número atómico del cadmio o la clasificación de la ballena como mamífero. Consisten en una comprensión compartida presente en la mente de la mayoría de los miembros de la comunidad, normalmente unos acuerdos para conceder (o negar) poder o estatus a determinadas personas.
(17) Searle, 1995.
La vida de las sociedades complejas se construye sobre realidades sociales, y los ejemplos más claros son el dinero y el imperio de la ley. Pero un hecho social La vida de las sociedades complejas se construye sobre realidades sociales, y los ejemplos más claros son el dinero y el imperio de la ley. Pero un hecho social
a la policía y al ejército. (Searle señala que Mao sólo tenía razón a medias cuando decía que «el poder político nace del cañón de un arma». Ningún régimen puede mantener un arma apuntando a cada uno de los ciudadanos, por eso el poder político nace de la capacidad de un régimen para dominar el miedo de un número suficiente de personas al mismo tiempo.) La realidad social existe sólo dentro de un grupo de personas, pero depende de una capacidad cognitiva que está presente en cada individuo: la capacidad de comprender un acuerdo público de conferir poder o estatus, y de respetarlos mientras los respeten otras personas.
¿De qué forma un suceso psicológico -una invención, una afectación, una decisión de tratar a determinado tipo de persona de una forma concreta- se convierte en un hecho sociocultural -una tradición, una costumbre, un espíritu, un modo de vida-? Según el antropólogo cognitivo Dan Sperber, la cultura se debe entender como la epidemiología de las representaciones mentales: la extensión de las ideas y las prácticas de persona a persona(18). Hoy, muchos científicos emplean las herramientas matemáticas de la epidemiología (cómo se extienden las enfermedades) o de la biología de la población (cómo se extienden los genes y los organismos) para modelar la evolución de la cultura(19). Han demostrado que una tendencia de las personas a adoptar las innovaciones de otras personas puede conducir a unos efectos para cuya comprensión utilizamos imágenes como las de epidemia, incendio, bola de nieve o cambios pequeños que colman el sistema y producen grandes efectos. La psicología individual se convierte en cultura colectiva.
(18) Sperber, 1985; Sperber, 1994.
(19) Boyd y Richerson, 1985; Cavalli-Sforza y Feldman, 1981; Durham, 1982; Lumsden y Wilson, 1981.
Así pues, la cultura es un fondo común de innovaciones tecnológicas y sociales que las personas acumulan para que les ayuden a vivir la vida, y no una colección de roles y símbolos arbitrarios que sobrevienen. Esta idea ayuda a explicar qué hace diferentes y similares a las culturas. Cuando un grupo escindido deja la tribu y queda aislado por el océano, una cordillera o una zona desmilitarizada, una innovación que se produzca a un lado
de la frontera no tiene forma de extenderse al otro. A medida que cada grupo modifica su propio acervo de descubrimientos y convenciones, los acervos divergerán y los grupos tendrán culturas diferentes. Incluso cuando dos grupos se encuentran a tiro de piedra, si en su relación hay algún punto de hostilidad es posible que adopten unos signos de identidad conductual que anuncien
de qué lado está uno, con lo que se exageran aún más las diferencias. Esta ramificación y diferenciación se puede ver fácilmente en la evolución de las lenguas, tal vez el ejemplo más claro de evolución cultural. Y, como señalaba Darwin, tiene un paralelo muy cercano en el origen de las especies, que muchas veces surgen cuando una población se parte en dos y los grupos de descendientes evolucionan en direcciones distintas(20). Como las lenguas y las especies, las culturas que se dividieron en momentos más cercanos suelen ser más similares. Las culturas tradicionales de Italia y Francia, por ejemplo, son más parecidas entre sí que cualquiera de ellas lo pueda ser a la cultura maorí o la hawaiana.
(20) Cavalli-Sforza, 1991; Cavalli-Sforza y Feldman, 1981.
Las raíces psicológicas de la cultura también ayudan a explicar por qué determinadas partes de la cultura cambian y otras permanecen invariables. Algunas prácticas colectivas tienen una enorme inercia porque imponen un elevado precio al primer individuo que intente cambiarlas. Pasar de conducir por la izquierda a conducir por la derecha no podría ser iniciativa de algún inconformista ni de un movimiento de base, sino que se debería imponer de arriba abajo (que es lo que ocurrió en Suecia a las 5 de la mañana del domingo 3 de septiembre Las raíces psicológicas de la cultura también ayudan a explicar por qué determinadas partes de la cultura cambian y otras permanecen invariables. Algunas prácticas colectivas tienen una enorme inercia porque imponen un elevado precio al primer individuo que intente cambiarlas. Pasar de conducir por la izquierda a conducir por la derecha no podría ser iniciativa de algún inconformista ni de un movimiento de base, sino que se debería imponer de arriba abajo (que es lo que ocurrió en Suecia a las 5 de la mañana del domingo 3 de septiembre
Pero las culturas tradicionales también pueden cambiar, y
de forma más drástica de lo que muchas personas advierten. Hoy se considera que preservar la identidad cultural es una virtud suprema, pero los miembros de las distintas culturas no siempre lo ven de este modo. Las personas tienen deseos y necesidades, y cuando las culturas se relacionan, las personas de una de ellas suelen darse cuenta de que sus vecinos satisfacen mejor que ellas esos deseos. Las culturas, lejos de ser monolitos que se conservan a sí mismos, son porosas y están en un flujo constante. Una vez más, el lenguaje es un claro ejemplo. Pese a las eternas lamentaciones de los puristas y de las sanciones de las academias, no hay ninguna lengua que se hable como se hablaba hace siglos. Basta con comparar el inglés actual con la lengua de Shakespeare o de Chaucer. Muchas otras prácticas «tradicionales» son tan recientes que hasta parece extraño. Los ancestros de los judíos hasidim no llevaban abrigos negros ni sombreros forrados de piel en los desiertos orientales, y los indios no montaban caballos antes de la llegada de los europeos. Tampoco las cocinas nacionales tienen raíces muy profundas. Las patatas de Irlanda, el pimentón dulce de Hungría, los tomates de Italia, los pimientos picantes de India y China y la mandioca de África proceden de plantas del Nuevo Mundo, y se llevaron a sus lugares «tradicionales» en los siglos posteriores a la llegada de Colón a América(21).
(21) Toussaint-Samat, 1992.
La idea de que una cultura es una herramienta para vivir puede explicar el hecho que llevó a Boas a defender lo contrario, que una cultura es un sistema de ideas autónomo. La diferencia cultural más evidente del planeta es que unas culturas tienen un mayor éxito material que otras. En los siglos pasados, las culturas de Europa y Asia diezmaron las de África, América, Australia y el Pacífico. Hasta dentro de Europa y Asia, la suerte de las culturas ha variado enormemente: algunas han desarrollado civilizaciones expansivas ricas en arte, ciencia y La idea de que una cultura es una herramienta para vivir puede explicar el hecho que llevó a Boas a defender lo contrario, que una cultura es un sistema de ideas autónomo. La diferencia cultural más evidente del planeta es que unas culturas tienen un mayor éxito material que otras. En los siglos pasados, las culturas de Europa y Asia diezmaron las de África, América, Australia y el Pacífico. Hasta dentro de Europa y Asia, la suerte de las culturas ha variado enormemente: algunas han desarrollado civilizaciones expansivas ricas en arte, ciencia y
a pequeños grupos de españoles cruzar el Atlántico y derrotar a los grandes imperios de los incas y los aztecas, en vez de que ocurriera lo contrario? La respuesta inmediata es que los conquistadores poseían una tecnología mejor y una organización política y económica más compleja. Pero esto no hace sino plantear de nuevo la pregunta de por qué algunas culturas desarrollan formas
de vida más complejas que otras.
Boas contribuyó a acabar con la nefasta ciencia racial del siglo XIX, que atribuía estas disparidades a diferencias en la distancia evolutiva que cada raza había recorrido. En su lugar, los sucesores de Boas postularon que la conducta está determinada por la cultura y que la cultura es autónoma de la biología(22). Lamentablemente, esto dejaba sin explicar las grandes diferencias que existen entre las culturas, como si fueran el producto aleatorio de la lotería de Babilonia. En efecto, las diferencias no sólo no se explicaban, sino que no se mencionaban, por temor a que se interpretara mal la observación de que algunas culturas eran tecnológicamente más complejas que otras, y se entendiera como una especie
de juicio moral de que las sociedades avanzadas eran mejores que las primitivas. Pero a nadie se le escapa que algunas culturas pueden conseguir mejor que otras cosas que todas las personas desean (por ejemplo, la salud y la comodidad). El dogma de que las culturas varían de forma caprichosa es una pobre refutación de cualquier opinión personal en el sentido de que algunas razas tienen lo que se necesita para desarrollar la ciencia, la tecnología y el gobierno, y otras, no.
(22) Degler, 1991.
Pero hace poco, dos estudiosos, en trabajos independientes, han demostrado de forma definitiva que no hay necesidad de invocar la raza para explicar las diferencias entre las culturas. Ambos llegaron a esta conclusión al evitar el Modelo Estándar de Ciencia Social, en el cual las culturas son sistemas de símbolos arbitrarios que existen al margen de las mentes de las personas individuales. En su trilogía Race and Culture, Migration and Cultures y Conquests and Cultures, el Pero hace poco, dos estudiosos, en trabajos independientes, han demostrado de forma definitiva que no hay necesidad de invocar la raza para explicar las diferencias entre las culturas. Ambos llegaron a esta conclusión al evitar el Modelo Estándar de Ciencia Social, en el cual las culturas son sistemas de símbolos arbitrarios que existen al margen de las mentes de las personas individuales. En su trilogía Race and Culture, Migration and Cultures y Conquests and Cultures, el
Una cultura no es un patrón simbólico, conservado como una mariposa en ámbar. Su lugar no está en un museo, sino en las actividades prácticas de la vida cotidiana, donde evoluciona bajo la presión de objetivos opuestos y de otras culturas en competencia. Las culturas no existen simplemente como «diferencias» estáticas que haya que celebrar, sino que compiten entre sí como formas mejores y peores de conseguir hacer las cosas, mejores y peores no desde el punto de vista de algún observador, sino desde el de las propias personas en sus afanes entre las descarnadas realidades de la vida(23).
(23) Sowell, 1996, pág. 378. Véanse también Sowell, 1994 y Sowell, 1998.
El fisiólogo Jared Diamond defiende las ideas de la psicología evolutiva y la consilience entre las ciencias y las humanidades, en particular la historia(24). En Armas, gérmenes y acero rechazaba el supuesto estándar de que la historia no es más que la sucesión de una cosa después de otra, e intentaba explicar el recorrido de la historia humana a lo largo de decenas de miles de años en el contexto de la evolución y la ecología humanas(25). Sowell y Diamond defienden con autoridad que el destino
de las sociedades humanas no tiene su origen ni en el azar ni en la raza, sino en el impulso humano a adoptar las innovaciones de otros, combinado con las vicisitudes
de la geografía y la ecología.
(24) Diamond, 1992; Diamond, 1998.
(25) Diamond, 1997.
Diamond empieza por el principio. Durante la mayor parte
de la historia evolutiva humana vivimos como cazadores-recolectores. Toda la parafernalia de la civilización -la vida sedentaria, las ciudades, la división del trabajo, el gobierno, los ejércitos profesionales, la escritura, la metalurgia- surgió de un avance reciente, la agricultura, hace unos diez mil años. La agricultura depende de las plantas y los animales que se puedan domesticar y explotar, algo que sólo se puede de la historia evolutiva humana vivimos como cazadores-recolectores. Toda la parafernalia de la civilización -la vida sedentaria, las ciudades, la división del trabajo, el gobierno, los ejércitos profesionales, la escritura, la metalurgia- surgió de un avance reciente, la agricultura, hace unos diez mil años. La agricultura depende de las plantas y los animales que se puedan domesticar y explotar, algo que sólo se puede
A partir de entonces, el destino estaba en la geografía. Diamond y Sowell señalan que Eurasia, la mayor masa de tierra del mundo, es una enorme zona de captación para las innovaciones locales. Comerciantes, viajeros y conquistadores pueden recogerlas y extenderlas, y las personas que viven en los cruces de caminos las pueden concentrar en un conjunto de alta tecnología. Además, Eurasia se mueve de este a oeste, mientras que África y América lo hacen de norte a sur. Los cultivos y los animales que se domestican en una región se pueden extender fácilmente a otras siguiendo el sentido de los paralelos, unas líneas de clima similar. Pero no se pueden extender con la misma facilidad a lo largo de los meridianos, en los que unos pocos kilómetros pueden suponer toda una diferencia entre climas templados y tropicales. Los caballos domesticados en las estepas de Asia, por ejemplo, pudieron llegar a Europa por el oeste y a China por el este, pero las llamas y las alpacas domesticadas en los Andes nunca subieron hacia el norte, hasta México, de modo que las civilizaciones maya y azteca se quedaron sin animales de carga. Y hasta hace poco, el transporte de mercancías pesadas a grandes distancias (y con ellas, los comerciantes y sus ideas) sólo era posible por vías acuáticas. Europa y partes de Asia tienen la bendición de una orografía recortada, con muchos puertos naturales y surcada por ríos navegables. No ocurre lo mismo en África y Australia.
De manera que Eurasia conquistó el mundo no porque sus habitantes fueran más listos, sino porque podían aprovechar mejor el principio de que muchas cabezas son mejor que una. La «cultura» de cualquiera de las naciones conquistadoras de Europa, por ejemplo Gran Bretaña, en realidad es una colección de grandes éxitos de inventos reunidos a lo largo de miles de kilómetros y de años. El acervo se compone de los cultivos de cereales y la escritura alfabética procedentes de Oriente Medio; la pólvora y el papel, de China; los caballos domesticados,
de Ucrania; y muchas otras cosas. En cambio, las culturas necesariamente insulares de Australia, África y América de Ucrania; y muchas otras cosas. En cambio, las culturas necesariamente insulares de Australia, África y América
El caso extremo, observa Diamond, es Tasmania. Los tasmanos, que casi fueron exterminados por los europeos en el siglo XIX, fueron el pueblo tecnológicamente más primitivo de la historia registrada. A diferencia de los aborígenes australianos continentales, los tasmanos no tenían nada para encender el fuego, ni boomerangs, cerbatanas, herramientas de piedra especializadas, hachas con mango, canoas, agujas de coser, ni sabían pescar. Sorprendentemente, el registro arqueológico demuestra que sus ancestros de Australia continental habían llegado con todas esas tecnologías diez mil años antes. Pero luego el puente de tierra que unía Tasmania con el continente australiano se hundió y la isla quedó separada del resto del mundo. Diamond piensa que cualquier tecnología se puede perder en una cultura en algún momento de su historia. Quizá se agotó alguna materia prima y las personas dejaron de hacer los productos que dependían de ella. Tal vez todos los artesanos de una generación murieron en una catástrofe. Quizás algún ludita o algún ayatolá impuso un tabú en las costumbres por alguna malsana razón. Siempre que ocurre algo así en una cultura que está en contacto con otras, la tecnología perdida al final se puede recuperar porque la gente exige el nivel
de vida superior de que gozan sus vecinos. Pero en la solitaria Tasmania, las personas tendrían que haber reinventado la proverbial rueda cada vez que se perdiera, y por esto su nivel de vida cayó en picado.
La última paradoja del Modelo Estándar de la Ciencia Social es que no consiguió alcanzar la propia meta que le dio origen: explicar la distinta suerte de las sociedades humanas sin invocar la raza. Hoy, la mejor explicación es enteramente cultural, pero depende de considerar la cultura como un producto de los deseos humanos, y no como algo que los configure.
Así pues, la historia y la cultura se pueden asentar en la psicología, y ésta, en la computación, la neurociencia, la genética y la evolución. Pero tal discurso dispara las alarmas de la mente de muchos no científicos. Temen que la consilience sea una cortina de humo que esconda una absorción hostil de las humanidades, las artes y las ciencias sociales por parte de unos ignorantes de bata blanca. La riqueza de su campo de estudio quedaría disuelta en un jaleo genérico sobre neuronas, genes e impulsos evolutivos. Un panorama que se suele llamar «reduccionismo», algo que, para concluir el capítulo, demostraré que la consilience no exige.
El reduccionismo, como el colesterol, puede ser bueno o malo. El malo, llamado también «reduccionismo ambicioso» o «reduccionismo destructivo», consiste en intentar explicar un fenómeno desde el punto de vista de sus constituyentes más pequeños o más simples. El reduccionismo destructivo no es ningún hombre de paja. Conozco a varios científicos que creen (o al menos eso cuentan a las entidades que les financian) que con el estudio de la biofísica de las membranas neuronales o de la estructura molecular de la sinapsis se harían grandes avances en la educación, la resolución de conflictos y otros asuntos sociales. Pero el reduccionismo ambicioso está lejos de ser una opinión mayoritaria, y es fácil demostrar por qué es un error. Como ha señalado Hilary Putnam, ni siquiera el simple hecho de que una clavija cuadrada no encaje en un agujero redondo se puede explicar en términos de moléculas y átomos, sino sólo en un nivel superior de análisis, en el que intervienen la rigidez (sea lo que fuere lo que hace que la clavija sea rígida) y la geometría(26). Y si alguien pensaba realmente que la biología podía sustituir a la sociología, la literatura o la historia, ¿por qué parar ahí? También la biología podría asentarse en la química, y la química en la física, con lo que uno se vería intentando explicar las causas de la Primera Guerra Mundial en términos de electrones y de quarks. Aun en el caso de que la Primera Guerra Mundial no consistiera más que en una cantidad inmensamente grande de quarks en un patrón inmensamente complicado de movimiento, no se aporta idea alguna con tal descripción.
(26) Putnam, 1973.
El reduccionismo bueno (llamado también «reduccionismo jerárquico») consiste no en sustituir un campo de conocimientos por otro, sino en conectarlos o unificarlos. Los bloques de construcción que se utilizan en un campo los pone otro en el microscopio. Se abren las cajas negras; los pagarés se hacen efectivos. El geógrafo puede explicar por qué la costa de África encaja con la
de América diciendo que, en su momento, las masas de tierra fueron adyacentes, aunque estaban asentadas en placas distintas que se separaron. La pregunta de por qué las placas se mueven pasa a los geólogos, que apelan a una corriente ascensional del magma que las empuja en sentidos opuestos. Para explicar por qué el magma se calentó tanto, se recurre a los físicos, que explican las reacciones en el núcleo y en el manto de la Tierra. No se puede prescindir de ninguno de los científicos. Un geógrafo solo tendría que apelar a la magia para explicar el movimiento de los continentes, y un físico solo no podría haber previsto la forma de América del Sur.
Así ocurre también con el puente entre la biología y la cultura. Los grandes pensadores de las ciencias de la naturaleza humana afirman de forma categórica que la vida mental se ha de entender en diferentes niveles de análisis, y no sólo en el inferior. El lingüista Noam Chomsky, el neurocientífico computacional David Marr y el etólogo Niko Tinbergen han señalado por separado una serie de niveles de análisis para comprender una facultad
de la mente. Estos niveles incluyen su función (qué es lo que consigue en un sentido último y evolutivo), su funcionamiento en tiempo real (cómo funciona de forma próxima, de momento a momento), cómo se implementa en el tejido neuronal, cómo se desarrolla en el individuo y cómo evolucionó en la especie(27). Por ejemplo, el lenguaje se basa en una gramática combinatoria diseñada para comunicar un número ilimitado de pensamientos. Las personas lo utilizan en tiempo real mediante la interacción del examen de la memoria y la aplicación de reglas. Se implementa en una red de regiones del centro del hemisferio cerebral izquierdo, que debe coordinar la memoria, la planificación, el significado de las palabras y la gramática. Se desarrolla durante los tres primeros años de vida en una secuencia que va del balbuceo a las palabras y la combinación de éstas, e incluye unos de la mente. Estos niveles incluyen su función (qué es lo que consigue en un sentido último y evolutivo), su funcionamiento en tiempo real (cómo funciona de forma próxima, de momento a momento), cómo se implementa en el tejido neuronal, cómo se desarrolla en el individuo y cómo evolucionó en la especie(27). Por ejemplo, el lenguaje se basa en una gramática combinatoria diseñada para comunicar un número ilimitado de pensamientos. Las personas lo utilizan en tiempo real mediante la interacción del examen de la memoria y la aplicación de reglas. Se implementa en una red de regiones del centro del hemisferio cerebral izquierdo, que debe coordinar la memoria, la planificación, el significado de las palabras y la gramática. Se desarrolla durante los tres primeros años de vida en una secuencia que va del balbuceo a las palabras y la combinación de éstas, e incluye unos
(27) Chomsky, 1980, pág. 227; Marr, 1982; Tinbergen, 1952.
Chomsky distingue todos estos niveles de análisis de otro nivel más (uno que para él es de escasa utilidad, pero que otros estudiosos del lenguaje invocan). Las posiciones estratégicas que acabo de mencionar tratan el lenguaje como una entidad interna e individual, como el conocimiento del inglés canadiense que yo poseo en mi cabeza. Pero el lenguaje se puede entender también como una entidad externa: la «lengua inglesa» en su conjunto, con una historia de mil quinientos años, con sus innumerables dialectos e híbridos que se extienden por todo el globo, y su medio millón de palabras del Oxford English Dictionary. Un lenguaje externo es una abstracción que reúne los lenguajes internos de cientos
de millones de personas que viven en diferentes lugares y momentos. No podría existir sin los lenguajes internos de las mentes de los seres humanos reales que conversan entre sí, pero tampoco se puede reducir a lo que cualquiera de ellos sabe. Por ejemplo, la afirmación «El inglés tiene un léxico más extenso que el japonés» podría ser verdadera aunque ningún hablante de la lengua inglesa posea un vocabulario mayor que cualquier hablante de la lengua japonesa.
La lengua inglesa la configuraron unos amplios acontecimientos históricos que no se produjeron en el interior de ninguna cabeza. Entre ellos están las invasiones escandinavas y normandas durante la Edad Media, que la infectaron de palabras no anglosajonas; el gran cambio vocálico del siglo XV, que mezcló la pronunciación de las vocales largas y convirtió la ortografía en un auténtico desbarajuste; la expansión del Imperio Británico, que hizo brotar muchas variedades del La lengua inglesa la configuraron unos amplios acontecimientos históricos que no se produjeron en el interior de ninguna cabeza. Entre ellos están las invasiones escandinavas y normandas durante la Edad Media, que la infectaron de palabras no anglosajonas; el gran cambio vocálico del siglo XV, que mezcló la pronunciación de las vocales largas y convirtió la ortografía en un auténtico desbarajuste; la expansión del Imperio Británico, que hizo brotar muchas variedades del
Al mismo tiempo, ninguna de estas fuerzas se puede comprender sin tener en cuenta los procesos de pensamiento de las personas de carne y hueso. Entre ellas, los bretones que reanalizaron las palabras francesas cuando las incorporaron al inglés, los niños que no conseguían recordar las formas irregulares de pasado y convirtieron los verbos en regulares, los aristócratas con su pronunciación afectada para diferenciarse de la plebe, los que hablaban entre dientes y se comían consonantes hasta reducir a made y had las que habían sido formas regulares (maked y haved) y los hablantes inteligentes que fueron los primeros en convertir I had the house built en I had built the house y, sin darse cuenta, le dieron al inglés el tiempo perfecto. Cada generación recrea el lenguaje al pasar éste por las mentes de las personas que lo hablan(28).
(28) Pinker, 1999.
El lenguaje externo es, por supuesto, un buen ejemplo de cultura, el reino de los científicos sociales y los estudiosos de las humanidades. La forma en que el lenguaje se puede entender en una media docena de niveles
de análisis conectados, desde el cerebro y la evolución hasta los procesos cognitivos de los individuos y hasta los vastos sistemas culturales, demuestra cómo pueden estar conectadas la cultura y la biología. Las posibilidades de conexión en otras esferas del conocimiento humano son numerosas, y las veremos a lo largo del libro. El sentido moral puede iluminar los códigos legal y ético. La psicología del parentesco nos ayuda a comprender las disposiciones sociopolíticas. La mentalidad agresiva ayuda a entender la guerra y la resolución de conflictos. Las diferencias de sexo son relevantes para la política de género. La estética y el sentimiento humanos pueden alumbrar nuestra interpretación de las artes.
¿Qué reporta el hecho de conectar los niveles de análisis social y cultural con el psicológico y el biológico? Es la emoción de los descubrimientos que nunca se habrían podido realizar dentro de los límites de una única disciplina, como los universales de la belleza, la lógica del lenguaje y los componentes del sentido moral. Y es la única comprensión satisfactoria que la unificación de las demás ciencias nos ha hecho disfrutar -la explicación de los músculos como diminutos trinquetes, de las flores como señuelos para los insectos y del arco iris como el despliegue de unas longitudes de onda que normalmente se reúnen para constituir el color blanco-. Es la diferencia entre coleccionar sellos y el trabajo detectivesco, entre andarse con jerigonzas y ofrecer ideas, entre limitarse a decir que algo simplemente es y explicar por qué tuvo que ser de esa forma en oposición a alguna otra que pudiera haber sido. En una parodia de tertulia en Monty Python's Flying Circus, un especialista en dinosaurios anuncia a bombo y platillo su nueva teoría sobre el brontosaurio: «Todos los brontosaurios son delgados en un extremo; mucho, mucho más gruesos en el centro; y de nuevo delgados en el extremo opuesto». Nos reímos porque no ha explicado el tema en términos de unos principios más profundos, no lo ha «reducido», en el buen sentido.
Nuestra comprensión de la vida sólo se ha enriquecido por el descubrimiento de que la carne viva se compone de un mecanismo molecular y no de un protoplasma tembloroso, o que las aves se elevan porque aprovechan los principios
de la física y no porque los desafíen. Del mismo modo, la comprensión de nosotros mismos y de nuestras culturas sólo se puede enriquecer con el descubrimiento de que nuestra mente se compone de unos intrincados circuitos neuronales para pensar, sentir y aprender, y no de unas tablas rasas, unas gotas amorfas o unos fantasmas inescrutables.