LAS ARTES.
CAPÍTULO 20. LAS ARTES.
Las artes atraviesan dificultades. No lo digo yo; lo dicen los críticos, los estudiosos y (como hoy decimos) los suministradores de contenidos que se ganan la vida con las artes y las humanidades. Según el director y crítico teatral Robert Brustein:
La posibilidad de mantener hoy la alta cultura es cada vez más difícil. Las librerías de fondo pierden su licencia; las pequeñas editoriales cierran; las revistas
de tirada corta desaparecen del mercado; los teatros sin ánimo de lucro sobreviven sobre todo de la comercialización de su repertorio; las orquestas sinfónicas recortan sus programas; la televisión pública estadounidense aumenta su dependencia de las reposiciones
de las comedias de situación británicas; las emisoras de música clásica menguan; los museos recurren a exposiciones que sean un éxito de público; la danza agoniza(1).
(1) R. Brustein, «The decline of high culture», New Republic, 3 de noviembre de 1997.
En los últimos años, las mejores revistas y publicaciones
de corte intelectual se han llenado de lamentaciones similares. La siguiente es una muestra de títulos:
La muerte de la literatura(2) • El declive y la caída de la literatura(3) • El declive de la alta cultura(4) • ¿Se han derrumbado las humanidades(5)? • ¿Se encuentran las humanidades en su crepúsculo(6)? • Las humanidades en la era del dinero(7) • La difícil situación de las humanidades(8) • La literatura, una profesión asediada(9) • La pérdida de la literatura(10) • La agonía de la música(11) • Grandeza y decadencia del inglés(12) • ¿Qué
ha ocurrido con las humanidades(13)? • ¿Quién mató a la cultura(14)?
(2) A. Kernan, Yale University Press, 1992.
(3) A. Delbanco, New York Review of Books, 4 de noviembre
de 1999.
(4) R. Brustein, New Republic, 3 de noviembre de 1997.
(5) Conferencia en Stanford University Humanities Center,
23 de abril de 1999.
(6) G. Steiner, PN Review, n.º 25, marzo-abril de 1999.
(7) J. Engell y A. Dangerfield, Harvard Magazine, mayo-junio de 1998, págs. 48-55 y pág. 111.
(8) A. Louch, Philosophy and Literature, n.º 22, abril de 1998, págs. 231-241.
(9) C. Woodring, Columbia University Press, 1999.
(10) J. M. Ellis, Yale University Press, 1997.
(11) G. Wheatcroft, Prospect, agosto/septiembre de 1998.
(12) R. E. Scholes, Yale University Press, 1998.
(13) A. Kernan (comp.), Princeton University Press, 1997.
(14) C. P. Freund, Reason, marzo de 1998, págs. 33-38.
Si hay que hacer caso a los pesimistas, hace ya algún tiempo que vivimos este declive. En 1948, T. S. Eliot escribía: «Podemos señalar con cierta seguridad que la nuestra es una época de declive; que la cultura se encuentra en unos niveles inferiores a los de hace cincuenta años; y que las pruebas de este declive se pueden ver en todos los ámbitos de la actividad humana(15)».
(15) Citado en Cowen, 1998, págs. 9-10.
En efecto, algunos de los signos vitales de las artes y las humanidades son muy débiles. La Cámara de los Representantes votó la supresión del National Endowment for the Arts, y el Senado lo pudo salvar sólo tras el recorte de casi la mitad de su presupuesto. Las universidades han dejado de invertir en las humanidades: desde 1960, la proporción de profesores de artes liberales se ha reducido a la mitad, los salarios y las condiciones laborales se han estancado, y la enseñanza corre a cargo cada vez más de alumnos de posgrado y de profesores a tiempo parcial(16). Los nuevos doctores en En efecto, algunos de los signos vitales de las artes y las humanidades son muy débiles. La Cámara de los Representantes votó la supresión del National Endowment for the Arts, y el Senado lo pudo salvar sólo tras el recorte de casi la mitad de su presupuesto. Las universidades han dejado de invertir en las humanidades: desde 1960, la proporción de profesores de artes liberales se ha reducido a la mitad, los salarios y las condiciones laborales se han estancado, y la enseñanza corre a cargo cada vez más de alumnos de posgrado y de profesores a tiempo parcial(16). Los nuevos doctores en
de contratos anuales. En muchos centros universitarios de artes liberales, los departamentos de humanidades han visto reducido su personal, se han fundido con otros o se han eliminado por completo.
(16) J. Engell y A. Dangerfield, «Humanities in the age of money», Harvard Magazine, mayo-junio de 1998, págs. 48-55, 111.
Una causa de esta decadencia es la competencia que supone el florecimiento de las ciencias y las ingenierías. Otra quizá sea un exceso de doctores salidos de programas de posgrado que no supieron ejercer un control de la natalidad académica. Pero el problema es tanto una reducción de la demanda por parte de los estudiantes como un incremento de la oferta de profesores. Entre 1970 y 1994, el número total de títulos de licenciatura aumentó casi en un 40%, en cambio el de licenciados en filología inglesa disminuyó en un 40%. Y peor aún: sólo el 9% de los alumnos de secundaria de hoy muestran interés por especializarse en humanidades(17). Una universidad estaba tan desesperada por recuperar la matrícula en su Facultad
de Artes y Ciencias Sociales que encargó una campaña publicitaria. Estos son algunos de los eslóganes que se le ocurrieron a la agencia de publicidad:
(17) J. Engell y A. Dangerfield, «Humanities in the age of money», Harvard Magazine, mayo-junio de 1998, págs. 48-55, 111.
Haz lo que desees cuando te gradúes, o espera veinte años
a que te llegue la crisis de los 40.
Asegúrate para cuando los robots acaparen todos los trabajos aburridos. Vamos. Sigue tus sueños en tu próxima vida.
Sí, alégrate de que tus padres sean felices.
El afán por labrarse una carrera profesional puede explicar el desencanto que sienten algunos alumnos ante las artes liberales, pero no lo puede explicar todo. La economía está hoy en mejor forma que en los tiempos en que las humanidades gozaban de mayor popularidad, y El afán por labrarse una carrera profesional puede explicar el desencanto que sienten algunos alumnos ante las artes liberales, pero no lo puede explicar todo. La economía está hoy en mejor forma que en los tiempos en que las humanidades gozaban de mayor popularidad, y
En este capítulo diagnosticaré el malestar de las artes y las humanidades y haré algunas sugerencias para su recuperación. Nadie me ha pedido que lo haga, pero unas y otras necesitan toda la ayuda que puedan conseguir, y creo que parte de la respuesta radica en el tema de este libro. Empezaré por delimitar el problema.
En realidad, las artes y las humanidades no atraviesan dificultades. Según evaluaciones recientes basadas en los datos del National Endowment for the Arts y la Oficina de Estadística de Estados Unidos, nunca han gozado de mejor salud(18). En los últimos veinte años, ha aumentado el número de orquestas sinfónicas, libreros, bibliotecas y películas independientes. La asistencia a conciertos de música clásica, el teatro, la ópera y los museos es superior, en algunos casos hasta cifras récord, como lo demuestran las colas larguísimas y la falta de entradas para espectáculos de gran éxito. El número de libros impresos (incluidos los de arte, poesía y teatro) se ha disparado, como lo han hecho las ventas. Y la gente no se
ha convertido en consumidora pasiva del arte. En 1997 se batieron todos los records en el porcentaje de personas mayores que pintaban, hacían fotos, compraban arte o practicaban la escritura creativa.
(18) Cowen, 1998: N. Gillespie, «All culture, all the time», Reason, abril de 1999, págs. 24-35.
Los avances tecnológicos han permitido el mayor acceso al arte de la historia. Con un par de horas de un salario mínimo se puede comprar cualquiera de las decenas de miles de grabaciones musicales de una calidad propia de audiófilo, incluidas muchas versiones de cualquier obra clásica interpretada por las más grandes orquestas del Los avances tecnológicos han permitido el mayor acceso al arte de la historia. Con un par de horas de un salario mínimo se puede comprar cualquiera de las decenas de miles de grabaciones musicales de una calidad propia de audiófilo, incluidas muchas versiones de cualquier obra clásica interpretada por las más grandes orquestas del
de variedades y telenovelas, hoy la mayoría de los estadounidenses puede escoger de un menú de entre cincuenta y cien emisoras, incluidas las especializadas en historia, ciencias, política y arte. El bajo precio de los equipos de vídeo y las posibilidades que ofrece Internet hacen que florezca el cine independiente. Prácticamente cualquier libro impreso se puede conseguir en dos o tres días con una tarjeta de crédito y un módem. En Internet se puede encontrar el texto de las novelas, los poemas, las obras de teatro y las obras de filosofía más importantes cuyos derechos de autor hayan caducado, y se pueden visitar los grandes museos de todo el mundo. Han proliferado las revistas electrónicas y los sitios web, y se pueden conseguir inmediatamente números atrasados.
Nadamos en un mar de cultura, nos ahogamos en él. ¿De dónde, pues, esas lamentaciones por su crisis, su decadencia, su caída, su derrumbe, su ocaso y su muerte?
Una respuesta de los agoreros es que la tendencia actual del consumo abarca a los clásicos pasados y las mediocridades actuales, pero que son muy pocas las obras
de calidad nuevas que vienen al mundo. Una afirmación dudosa(19). Como nos repiten constantemente los historiadores del arte, todos los supuestos pecados de la cultura contemporánea -atraer a las masas, las motivaciones económicas, los temas del sexo y la violencia, y las adaptaciones al formato popular (como la serialización de los periódicos)- se pueden encontrar en los grandes artistas de siglos pasados. Incluso en las últimas décadas, a muchos artistas se les tuvo en su tiempo por aficionados con interés comercial, y sólo se convirtieron en artistas respetables más tarde. Entre los ejemplos de ello están los Hermanos Marx, Alfred Hitchcock, los Beatles y, a juzgar por las recientes exposiciones y apreciaciones de la crítica, hasta Norman Rockwell. Hay docenas de excelentes novelistas de países
de todo el mundo, y aunque la mayor parte de la televisión y el cine es espantosa, la parte mejor puede ser de una gran calidad: la Carla de Cheers era más de todo el mundo, y aunque la mayor parte de la televisión y el cine es espantosa, la parte mejor puede ser de una gran calidad: la Carla de Cheers era más
(19) Cowen, 1998.
En cuanto a la música, aunque es difícil que alguien pueda competir con los mejores compositores de los siglos XVIII y XIX, del siglo pasado se podrá concluir cualquier cosa menos que fue yermo. Florecieron el jazz, Broadway, el blues, el folk, el rock, el soul, la samba, el reggae, la música internacional y la composición contemporánea. Cada uno de estos campos ha producido unos artistas de gran talento y ha introducido en nuestra experiencia musical total nuevas complejidades de ritmo, instrumentación, estilo vocal y producción. Y luego están los géneros que florecen como nunca había ocurrido antes, como la animación y el diseño industrial, y aun otros de reciente aparición pero que ya han alcanzado grandes resultados, como el diseño por ordenador y los videoclips (por ejemplo, Sledgehammer de Peter Gabriel).
En todas las épocas, durante cientos de años, los críticos se han lamentado del declive de la cultura, y el economista Tyler Cowen indica que son víctimas de una ilusión cognitiva. Es más probable que las mejores obras
de arte aparezcan en un década pasada que en la actualidad por la misma razón que las otras colas del supermercado siempre avanzan más deprisa que aquella en la que uno se encuentra: hay más. Nos acostumbramos a disfrutar de los grandes éxitos escogidos de todas esas décadas, y así escuchamos a los Mozart y nos olvidamos de los Salieri. Además, los géneros del arte (la ópera, la pintura impresionista, los musicales de Broadway, el cine negro) florecen y se desvanecen en un espacio de tiempo finito. Es difícil reconocer las nuevas formas del arte mientras están naciendo, y cuando cuentan con un reconocimiento general han pasado ya sus mejores días. Cowen señala además, citando a Hobbes, que aplastar el presente es una forma indirecta de aplastar a los propios rivales. «La competencia por el elogio lleva a una reverencia por la antigüedad. Pues los hombres pugnan contra los vivos, no contra los muertos(20).»
(20) Citado en Cowen, 1998, pág. 188.
Pero hay tres campos concretos por los que realmente las artes se pueden sentir deprimidas. Uno es la tradición de arte de elite procedente de prestigiosos géneros europeos, como la música interpretada por orquestas sinfónicas, el arte expuesto en las grandes galerías y los grandes museos y el ballet de las grandes compañías. Aquí sí es posible que se sufra una sequía de materiales nuevos y estimulantes. Por ejemplo, el 90% de la «música clásica» se compuso antes de 1900, y los compositores más influyentes del siglo XX trabajaron antes de 1940(21).
(21) Cowen, 1998.
El segundo es el gremio de los críticos y de los guardianes de la cultura, que ven cómo mengua su influencia. La comedia de 1939 El hombre que vino a cenar trata de un profesor y crítico de literatura que alcanzó tal fama que podemos pensar que los burgueses de la pequeña ciudad de Ohio le adorarían. Hoy es difícil imaginar a un crítico que pudiera inspirar un personaje
de ese tipo.
Y el tercero, naturalmente, es el mundo académico, donde las flaquezas de los departamentos de humanidades han sido pasto para novelas satíricas y objeto de preocupaciones y análisis interminables.
Después de diecinueve capítulos, tal vez adivine el lector dónde voy a buscar el diagnóstico para estos tres ámbitos renqueantes. El indicio se puede encontrar en una famosa afirmación de Virginia Woolf: «En diciembre de 1910, o por entonces, la naturaleza humana cambió». Se
refería a la nueva filosofía del modernismo* que iba a dominar las artes de elite y la crítica durante gran parte del siglo XX, y cuya negación de la naturaleza humana se transfirió al posmodernismo, que se hizo con el control en sus últimas décadas. La tesis de este capítulo es que las artes de elite, la crítica y las disciplinas académicas atraviesan dificultades porque Woolf estaba equivocada. La naturaleza humana no cambió en 1910, ni en ningún año posterior.
* Véase la nota del traductor de la página 256.
El arte está en nuestra naturaleza -en el cuerpo y en el alma, como se solía decir; en el cerebro y en los genes, como podríamos decir hoy-. En todas las sociedades, la gente baila, canta, decora las superficies y cuenta y representa historias(22). Los niños empiezan a participar en estas actividades a los dos o tres años, y las artes se pueden reflejar incluso en la organización del cerebro adulto: las lesiones neurológicas pueden hacer que una persona oiga y vea pero sea incapaz de apreciar la música o la belleza visual(23). La pintura, la joyería, la escultura y los instrumentos musicales datan como mínimo
de hace 35.000 años en Europa, y probablemente de mucho antes en otras partes del mundo en las que el registro arqueológico es insuficiente. Los aborígenes australianos han estado pintando sobre las rocas durante 50.000 años, y el almagre se ha utilizado como maquillaje corporal durante al menos el doble de ese tiempo(24).
(22) Brown, 1991; Dissanayake, 1992; Dissanayake, 2000.
(23) Crick, 1994; Gardner, 1983; Peretz, Gagnon y Bouchard, 1998.
(24) Miller, 2000a.
Aunque las formas del arte varían ampliamente en las diversas culturas, las actividades de elaborar el arte y
de apreciarlo se pueden reconocer en todas partes. Denis Dutton ha identificado siete rasgos universales(25):
(25) Dutton, 2001.
1. La pericia o el virtuosismo. Las habilidades artísticas técnicas se cultivan, se reconocen y se admiran.
2. El placer no utilitarista. Las personas disfrutan del arte por el arte, y no le piden que les haga sentir bien ni cómodos.
3. El estilo. Los objetos y las representaciones artísticas cumplen unas normas de composición que les sitúan en un estilo reconocible.
4. La crítica. Las personas se preocupan de juzgar, apreciar e interpretar las obras de arte.
5. La imitación. Con algunas pocas excepciones, como la música ola pintura abstracta, las obras de arte simulan experiencias de la vida.
6. Un objetivo especial. El arte se sitúa fuera de la vida corriente y con él se adopta un enfoque dramático de la experiencia.
7. La imaginación. Los artistas y su público contemplan unos mundos hipotéticos en el teatro de la imaginación.
Las raíces psicológicas de estas actividades se han convertido en tema de estudios y debates recientes. Algunos estudiosos, como la investigadora Ellen Dissanayake, piensan que el arte es una adaptación evolutiva como el sentimiento de miedo o la capacidad de ver en profundidad(26). Otros, como yo mismo, pensamos que el arte (que no sea la narrativa) es un subproducto
de otras tres adaptaciones: el ansia de estatus, el placer estético de experimentar objetos y entornos adaptativos, y la capacidad de diseñar artefactos para conseguir los fines deseados(27). Según esta idea, el arte es una tecnología de placer, como las drogas, el erotismo o la alta cocina -una forma de purificar y concentrar los estímulos placenteros y entregarlos a nuestros sentidos-. Para la exposición que se hace en este capítulo no importa qué idea sea la correcta. El arte, tanto si es una adaptación, un subproducto o una mezcla de ambos, está enraizado profundamente en nuestras facultades mentales. Veamos algunas de estas raíces.
(26) Dissanayake, 1992; Dissanayake, 2000.
(27) Pinker, 1997, cap. 8.
Los organismos obtienen placer de cosas que estimularon la salud de sus ancestros, como el gusto por la comida, la experiencia del sexo, la presencia de los hijos y el dominio de la tecnología. Algunas formas de placer visual
de los entornos naturales también pueden favorecer la salud. Cuando las personas exploran el medio, buscan patrones que les ayuden a desenvolverse en él y de los entornos naturales también pueden favorecer la salud. Cuando las personas exploran el medio, buscan patrones que les ayuden a desenvolverse en él y
(28) Marr, 1982; Pinker, 1997, cap. 8; Ramachandran y Hirstein, 1999; Shephard, 1990. Véase también Gombrich, 1982/1995; Miller, 2001.
(29) Pinker, 1997, cap. 8.
A medida que el sistema visual convierte las formas y los colores en bruto en objetos y escenas interpretables, el coloreado estético de sus productos se hace aún más rico. En los estudios sobre el diseño del arte, la fotografía y el paisaje, y en los experimentos sobre los gustos visuales de las personas, se han descubierto unos motivos recurrentes en las imágenes que proporcionan placer a las personas(30). Algunos de los motivos pueden pertenecer a la búsqueda de la imagen del hábitat humano óptimo, una sabana: un campo abierto, punteado de árboles y de zonas
de agua y habitado por animales, flores y árboles frutales. E. O. Wilson llama biofilia al disfrute de las formas de los seres vivos, y parece que es un universal humano(31). Otros patrones del paisaje pueden resultar placenteros porque son signos de seguridad, por ejemplo las vistas protegidas aunque panorámicas. Y otros pueden ser estimulantes porque son características geográficas que facilitan la exploración y el recuerdo del terreno, por ejemplo los hitos, las lindes y los caminos. El estudio de la estética evolutiva documenta también las características que hacen que una cara o un cuerpo sean de agua y habitado por animales, flores y árboles frutales. E. O. Wilson llama biofilia al disfrute de las formas de los seres vivos, y parece que es un universal humano(31). Otros patrones del paisaje pueden resultar placenteros porque son signos de seguridad, por ejemplo las vistas protegidas aunque panorámicas. Y otros pueden ser estimulantes porque son características geográficas que facilitan la exploración y el recuerdo del terreno, por ejemplo los hitos, las lindes y los caminos. El estudio de la estética evolutiva documenta también las características que hacen que una cara o un cuerpo sean
(30) Kaplan, 1992; Orians, 1998; Orians y Heerwgen, 1992; Wilson, 1984.
(31) Wilson, 1984.
(32) Etcoff, 1999; Symons, 1995; Thornhill, 1998.
Las personas son animales imaginativos que recombinan constantemente lo que ocurre ante su mente. Esta capacidad es uno de los motores de la inteligencia humana, y nos permite concebir nuevas tecnologías (por ejemplo, cómo atrapar a un animal o cómo purificar el extracto de una planta) y nuevas destrezas sociales (por ejemplo, el intercambio de promesas o la identificación
de enemigos comunes)(33). La ficción narrativa emplea esta capacidad para explorar mundos hipotéticos, sea por edificación -para ampliar el número de escenarios cuyos resultados se puedan prever-, sea por placer -para experimentar indirectamente el amor, la adulación, la exploración o la victoria-(34). De ahí la finalidad que Horacio asigna a la literatura: instruir y deleitar.
(33) Tooby y DeVore, 1987.
(34) Abbott, 2001; Pinker, 1997.
En las buenas obras de arte, estos elementos estéticos se superponen de tal forma que el todo es más que la suma de sus partes(35). Un buen cuadro o una buena fotografía de un paisaje evocarán un entorno atractivo, a la vez que estarán compuestos de unas formas geométricas de un equilibrio y un contraste placenteros. Una historia absorbente puede estimular las especulaciones jugosas sobre gente deseable o poderosa, situarnos en un tiempo o un lugar apasionantes, estimularnos el instinto del lenguaje con unas palabras bien escogidas, o enseñarnos algo nuevo sobre los entresijos de las familias, la política o el amor. Muchas formas de arte consiguen provocar y liberar una tensión psicológica, que imita otras formas de placer. Y muchas veces una obra de arte se integra en un acontecimiento social en que se provocan unas emociones en muchos miembros de la comunidad al En las buenas obras de arte, estos elementos estéticos se superponen de tal forma que el todo es más que la suma de sus partes(35). Un buen cuadro o una buena fotografía de un paisaje evocarán un entorno atractivo, a la vez que estarán compuestos de unas formas geométricas de un equilibrio y un contraste placenteros. Una historia absorbente puede estimular las especulaciones jugosas sobre gente deseable o poderosa, situarnos en un tiempo o un lugar apasionantes, estimularnos el instinto del lenguaje con unas palabras bien escogidas, o enseñarnos algo nuevo sobre los entresijos de las familias, la política o el amor. Muchas formas de arte consiguen provocar y liberar una tensión psicológica, que imita otras formas de placer. Y muchas veces una obra de arte se integra en un acontecimiento social en que se provocan unas emociones en muchos miembros de la comunidad al
a la que ella llama «la creación especial(36)».
(35) Dissanayake, 1998.
(36) Dissanayake, 1992.
Un último aspecto de la psicología en que intervienen las artes es el instinto por el estatus. Uno de los elementos
de la lista de rasgos universales del arte de Dutton es la falta de sentido práctico. Pero, paradójicamente, las cosas inútiles pueden ser de una extraordinaria utilidad para un determinado fin: la valoración de los bienes del titular. Thorstein Veblen fue el primero en señalar tal idea en su teoría del estatus social(37). Ya que no podemos acceder fácilmente a las cuentas bancarias ni a las agendas electrónicas de nuestros vecinos, una buena forma de enterarse de los recursos con que cuentan es observar si los pueden malgastar en lujos y entretenimientos. Según Veblen, la psicología del gusto se rige por tres «cánones pecuniarios»: el consumo ostentoso, el ocio ostentoso y el despilfarro ostentoso. Unos cánones que explican por que los símbolos de estatus son típicamente objetos hechos de materiales raros y con un arduo trabajo, o signos de que la persona no está sometida a una vida de grandes esfuerzos manuales, por ejemplo los vestidos delicados y prohibitivos, o las aficiones caras y que requieran mucho tiempo. En una hermosa coincidencia, el biólogo Amotz Zahavi empleaba el mismo principio para explicar la evolución de la ornamentación extravagante de los animales, por ejemplo, la cola del pavo real(38). Únicamente los pavos más sanos se pueden permitir desviar nutrientes hacia un plumaje caro y pesado. La hembra escoge a su pareja por el esplendor de su cola, y la evolución selecciona a los machos que consiguen hacerse con la mejor.
(37) Frank, 1999; Veblen, 1899/1994.
(38) Zahavi y Zahavi, 1997.
Aunque a la mayoría de los aficionados les horrorice la idea, el arte -en especial el arte de elite- es un Aunque a la mayoría de los aficionados les horrorice la idea, el arte -en especial el arte de elite- es un
de calidad genética, el tiempo libre para afinar las destrezas, o ambas cosas) y crítica (que estipula el valor del arte y del artista). A lo largo de la mayor parte de la historia de Europa, las bellas artes y la suntuosidad fueron de la mano, como en las magníficas decoraciones de los teatros y las óperas, los ornamentados marcos de los cuadros, el vestido formal de los músicos y las tapas y cubiertas de los libros antiguos. El arte y los artistas estaban bajo el patronazgo de los aristócratas o de los nuevos ricos que buscaban labrarse enseguida una respetabilidad. Hoy, los cuadros, las esculturas y los manuscritos se siguen vendiendo a unos precios exorbitantes y muy discutidos (por ejemplo, los 82,5 millones de dólares que se pagaron por el Retrato del Dr. Gachet, de Van Gogh, en 1990).
En The Mating Mind, el psicólogo Geoffrey Miller sostiene que el impulso de la creación artística es una táctica de apareamiento: una forma de impresionar a posibles compañeros sexuales o de matrimonio con la demostración
de la calidad del propio cerebro y, con ello, indirectamente, de los propios genes. La virtuosidad artística, dice el autor, está distribuida de forma desigual, es exigente desde la perspectiva neuronal, es difícil de simular y se aprecia ampliamente. En otras palabras, los artistas tienen un atractivo sexual. En la naturaleza existe incluso un precedente, los tilonorrincos de Australia y Nueva Guinea. Los machos construyen unos complicados nidos y los decoran primorosamente con objetos de color, como orquídeas, conchas de caracoles, bayas y cortezas de árbol. Algunos
de ellos pintan literalmente esas enramadas con residuos
de frutas que regurgitan y empleando hojas o cortezas como pincel. Las hembras valoran los nidos y se emparejan con los creadores de los más simétricos y mejor adornados. Miller sostiene que la analogía es exacta:
Si pudiéramos entrevistar a un tilonorrinco satinado macho para la revista Artforum, tal vez nos dijera algo así: «Siento la necesidad irreprimible de expresarme, de jugar con el color y la forma por ellos mismos, algo inexplicable. No recuerdo la primera vez que sentí estas Si pudiéramos entrevistar a un tilonorrinco satinado macho para la revista Artforum, tal vez nos dijera algo así: «Siento la necesidad irreprimible de expresarme, de jugar con el color y la forma por ellos mismos, algo inexplicable. No recuerdo la primera vez que sentí estas
(39) Miller, 2000a, pág. 270.
Yo tengo debilidad por una versión más ligera de la teoría, según la cual una de las funciones (no la única)
de crear y poseer arte es impresionar a las demás personas (no sólo a posibles compañeros de apareamiento) con la manifestación del estatus social (y no sólo de la calidad genética). La idea se remonta a Veblen y la han ampliado el historiador del arte Quentin Bell y Tom Wolfe, en sus escritos de ficción y de no ficción(40). Tal vez su mayor defensor sea hoy el sociólogo Pierre Bourdieu, quien sostiene que el hecho de ser un entendido en obras de la cultura difíciles e inaccesibles indica la pertenencia a los estratos superiores de la sociedad(41). Recordemos que en todas estas teorías, las causas próxima y última pueden ser diferentes. Como ocurre con el tilonorrinco de Miller, no es necesario que las personas que crean arte o lo aprecian piensen en el estatus y la salud; pueden afirmar simplemente que se desarrolló una necesidad de expresarse y un instinto para la belleza y la habilidad.
(40) Bell, 1992; Wolfe, 1975; Wolfe, 1981.
(41) Bourdieu, 1984.
Sea lo que fuere lo que haya detrás de nuestros instintos para el arte, éstos hacen que trascienda el tiempo, el lugar y la cultura. Hume señalaba que «los principios generales del gusto son uniformes en la naturaleza humana
[...] en París y Londres se sigue admirando al mismo Homero que gustaba en Atenas y Roma hace dos mil años(42)». Aunque se puede discutir si el vaso está medio lleno o medio vacío, realmente se puede distinguir un universal humano cultural más allá de la variación entre las diferentes culturas. Dutton comenta:
(42) De su ensayo de 1757 «Of the standard of taste», citado en Dutton, 2001, pág. 206.
Es importante señalar lo magníficamente bien que las artes viajan fuera de su cultura familiar. En Japón se adora a Beethoven y a Shakespeare, a los brasileños les encantan los grabados japoneses, la tragedia griega se representa en todo el mundo, al tiempo que, para gran disgusto de las industrias cinematográficas locales, las películas de Hollywood poseen un amplio atractivo en todas las culturas [...]. Hasta la música india [...], aunque al principio suena rara al oído occidental, se puede demostrar que se basa en la cadencia, la aceleración, la repetición, la variación y la sorpresa, además de en la modulación y una melodía de una dulzura celestial: de hecho, los mismos dispositivos se encuentran en la música occidental(43).
(43) Dutton, 2001, pág. 213.
Se puede llevar aún más lejos el alcance de la estética humana. Las pinturas rupestres de Lascaux, realizadas en la baja Edad de Piedra, siguen asombrando al público de la era de Internet. Los rostros de Nefertiti y de la Venus de Botticelli podrían aparecer en la portada de alguna revista de moda del siglo XXI. La trama del mito del héroe que se encuentra en innumerables culturas tradicionales se llevó con toda eficacia a la saga de La guerra de las galaxias. Los museos occidentales saquearon los tesoros prehistóricos de África, Asia y América no para aumentar el registro etnográfico, sino porque a sus mecenas les proporcionaba placer contemplar aquellas obras.
Una demostración irónica de la universalidad de los gustos visuales básicos surgió en 1993 de una maniobra de dos artistas, Vitaly Komar y Alexander Melamid, que emplearon las encuestas de estudio de mercado para Una demostración irónica de la universalidad de los gustos visuales básicos surgió en 1993 de una maniobra de dos artistas, Vitaly Komar y Alexander Melamid, que emplearon las encuestas de estudio de mercado para
de los calendarios, y sólo algunos pequeños cambios respecto al gusto norteamericano (hipopótamos en vez de ciervos, por ejemplo). Lo que es aún más interesante es que estas McObras ejemplifican el tipo de paisaje que los estudiosos de la estética evolutiva habían señalado como óptimo para nuestra especie(45).
(44) Dutton, 1998; Komar, Melamid y Wypijewski, 1997.
(45) Dissanayake, 1998.
El crítico de arte Arthur Danto daba una explicación diferente: los calendarios occidentales se comercializan en todo el mundo, al igual que el resto de la cultura y el arte de Occidente(46). Para muchos intelectuales, la globalización de los estilos occidentales es una prueba
de que los gustos en el arte son arbitrarios. La gente demuestra unas preferencias estéticas similares, dicen, simplemente porque el imperialismo, el comercio global y los medios electrónicos han exportado los ideales de Occidente a todo el mundo. Puede que haya algo de verdad en ello, y para mucha gente se trata de la postura moralmente correcta, porque implica que no hay nada superior en la cultura occidental, ni inferior en las indígenas que sustituye.
(46) Dutton, 1998.
Pero la realidad tiene otra cara. Las sociedades occidentales saben proporcionar a las personas lo que desean: agua potable, una medicina eficaz, alimentos variados y abundantes, una comunicación y un transporte rápidos. Perfeccionan estos bienes y servicios no por benevolencia, sino por interés propio, concretamente por los beneficios que su venta genera. Quizá la industria estética también perfeccionó la forma de dar a la gente lo que desea, en este caso unas formas de arte atractivas para los gustos básicos humanos, como los paisajes de calendario, las canciones populares y los romances y las aventuras de Hollywood. De modo que, si una forma de arte maduró en Occidente, tal vez no sea una práctica arbitraria que una marina poderosa diseminara, sino un producto de éxito que encarna una estética humana universal. Todo esto parece muy localista y eurocéntrico, y no voy a insistir en ello, pero debe de tener cierto grado de verdad: si hay algo que ganar al apelar a los gustos humanos globales, sería extraño que los emprendedores no lo hubieran aprovechado. Y no es tan eurocéntrico como se podría pensar. La cultura occidental, como la tecnología y la cocina occidentales, es de un eclecticismo voraz, y se apropia de todo ardid que guste a la gente, cualquiera que sea la cultura en que lo encuentre. Un ejemplo es una de las exportaciones culturales más importantes de Estados Unidos: la música popular. El ragtime, el jazz, el rock, el blues, el soul y el rap surgieron de formas musicales afroamericanas, que originariamente incorporaban ritmos y estilos vocales africanos.
¿Qué ocurrió, pues, en 1910 que supuestamente cambió la naturaleza humana? El acontecimiento en que pensaba Virginia Woolf fue una exposición en Londres de las obras
de los postimpresionistas, incluidos Cézanne, Gauguin, Picasso y Van Gogh. Supuso la inauguración del movimiento llamado «modernismo», y cuando Virginia Woolf escribía su declaración en los años veinte, el movimiento se apropiaba de las artes.
No hay duda de que el modernismo actuaba como si la naturaleza humana hubiera cambiado. Se dejaron de lado todos los artilugios que los artistas habían empleado para complacer al paladar humano, la representación realista cedió el paso a unas distorsiones extrañas de la
forma y el color, y luego a cuadrículas, formas, hilos y manchas abstractas, y, en el cuadro de 200.000 dólares que aparece en la reciente comedia Arte, un lienzo en blanco. En la literatura, la narración omnisciente, las tramas estructuradas, la presentación ordenada de los personajes y la legibilidad general se sustituyeron por una corriente de conciencia, unos sucesos presentados sin orden, unos personajes desconcertantes y unas secuencias causales, una narración subjetiva e inconexa y una prosa difícil. En poesía, se abandonaba a menudo el uso de la rima, el metro, el verso, la estructura y la claridad. En la música, se prescindió del ritmo y la melodía tradicionales a favor de las composiciones atonales, seriales, disonantes y dodecafónicas. En arquitectura, se echaron por la ventana la ornamentación, la escala humana, el espacio ajardinado y la artesanía tradicional (o así habría ocurrido si hubiera sido posible abrir las ventanas), y los edificios eran «máquinas para vivir», hechas de materiales industriales y en forma de caja. La arquitectura culminó tanto en las torres de cristal y acero de las empresas multinacionales como en los edificios de numerosas plantas de los proyectos de viviendas estadounidenses, los pisos de protección oficial británicos y los bloques de apartamentos soviéticos.
¿Qué llevó a la elite artística a encabezar un movimiento que propiciaba tanto masoquismo? En parte se vendía como una reacción contra la complacencia de la era victoriana y la ingenua creencia burguesa en el conocimiento cierto, el progreso inevitable y la justicia del orden social. Se suponía que el arte extraño e inquietante recordaba a la gente que el mundo era un lugar extraño e inquietante. Y, supuestamente, la ciencia ofrecía el mismo mensaje. Según la versión que se introdujo en las humanidades, Freud demostraba que la conducta surge de unos impulsos inconscientes e irracionales; Einstein demostraba que el tiempo y el espacio sólo se pueden definir en relación con un observador; y Heisenberg demostraba que la posición y el momento de un objeto eran inherentemente inciertos porque estaban influidos por el acto de observación. Mucho más adelante, estas florituras de la física inspiraron la famosa broma del físico Alan Sokal, que publicó con éxito un artículo lleno de galimatías e incoherencias en la revista Social Text(47).
(47) Lingua Franca, 2000.
Pero el modernismo quería algo más que incomodar a los acomodados. Su exaltación de la forma pura y su desprecio por la belleza fácil y el placer burgués se regía por un principio explícito y un programa político y espiritual. En una reseña de un libro que defendía la misión del modernismo, el crítico Frederick Turner lo explicaba:
El gran proyecto del arte moderno era diagnosticar, y curar, la dolencia mortal de la humanidad moderna [...]. [Su misión artística] es identificar y erradicar el falso sentimiento de experiencia rutinaria y de marco interpretativo que ofrece la sociedad conformista, comercial y de masas, y hacer que experimentemos de forma desnuda y nueva la inmediatez de la realidad a través de nuestros sentidos recuperados y rejuvenecidos. Este trabajo terapéutico es también una misión espiritual, en la que, en teoría, una comunidad de estos seres humanos transformados sería capaz de construir un tipo mejor de sociedad. Los enemigos del proceso son la cooptación, la explotación y la reproducción comerciales, y el arte sin valor estético [...]. La sociedad hace de la experiencia nueva y básica -a la que los artistas acceden sin que medie nada, como lo hace el niño- algo rutinario, compartimentado y aburrido(48).
(48) Turner, 1997, págs. 170, 174-175.
A partir de los años setenta, la misión del modernismo se amplió con el conjunto de estilos y filosofías denominado «posmodernismo». El posmodernismo era de una relatividad aún más agresiva, e insistía en que existen muchas perspectivas sobre el mundo, y que ninguna de ellas ostenta privilegio alguno. Negaba con mayor vehemencia aún la posibilidad del significado, el conocimiento, el progreso y los valores culturales compartidos. Era más marxista y mucho más paranoico, y afirmaba que las pretensiones de verdad y progreso eran tácticas de la dominación política que beneficiaban a los intereses de los machos blancos heterosexuales. Según rezaba la doctrina, los bienes de producción masiva y las imágenes y las historias distribuidas en masa estaban diseñadas para hacer imposible la auténtica experiencia.
El objetivo del arte posmodernista es ayudarnos a escapar
de esta prisión. Los artistas intentan apoderarse de los motivos culturales y las técnicas de representación haciéndose para ello con los iconos capitalistas (por ejemplo, los anuncios, los diseños de envoltorios, las fotos de gente famosa) y desfigurarlos, exagerarlos o exponerlos en contextos extraños. Los primeros ejemplos fueron los cuadros de los botes de sopa de Andy Warhol y sus imágenes repetitivas de colores falsos de Marilyn Monroe. Otros más recientes incluyen la exposición «El macho negro» del Whitney Museum, de la que hablábamos en el capítulo 12, y las fotografías de Cindy Sherman de maniquíes bisexuales ensamblados de forma grotesca. (Formaban parte de una exposición celebrada en el MIT que exploraba «el cuerpo femenino como enclave de deseos en conflicto, y de la feminidad como una tensa red de expectativas sociales, supuestos históricos y construcciones ideológicas».) En la literatura posmodernista, los autores hablan de lo que escriben mientras lo escriben. En la arquitectura posmodernista, se mezclan de forma incongruente materiales y detalles de diferentes tipos de construcciones y periodos históricos, por ejemplo, un toldo hecho de tela metálica en un centro comercial de moda, o unas columnas de estilo corintio que no sostienen nada en la parte más alta de un elegante rascacielos. El cine posmodernista contiene traviesas referencias al proceso cinematográfico o a películas anteriores. En todas estas formas, con las alusiones autorreferenciales y la simulación de no tomarse la obra en serio, se pretende dirigir la atención hacia las propias representaciones, a las que (según la doctrina) normalmente corremos el peligro de tomar por la realidad.
Una vez que reconocemos lo que el modernismo y el posmodernismo han hecho a la elite de las artes y las humanidades, se desvelan las razones del declive y la caída de estas. Los movimientos se basan en una teoría falsa de la psicología humana: la de la Tabla Rasa. No saben aplicarse a sí mismos su más cacareada capacidad: la de acabar con la simulación. Y despojan al arte de todo lo que tiene de divertido.
El modernismo y el posmodernismo se aferran a una teoría
de la percepción rechazada hace ya mucho: la que afirma de la percepción rechazada hace ya mucho: la que afirma
de colores y sonidos brutos, y que todo lo demás de la experiencia de la percepción es una construcción social aprendida. Como veíamos en los capítulos anteriores, el sistema visual del cerebro comprende unas cincuenta regiones que recogen unos píxels en bruto y sin ningún esfuerzo los organizan en superficies, colores, movimientos y objetos tridimensionales. No podemos desconectar el sistema y conseguir acceder de forma inmediata a la experiencia sensorial pura, como no podemos inutilizar el estómago y decirle cuándo ha de liberar sus enzimas digestivas. Además, el sistema visual no nos droga hasta llevarnos a una alucinación fantástica desconectada del mundo real. Se desarrolló para suministrarnos información sobre las cosas importantes del mundo, como las rocas, los acantilados, los animales y las otras personas y sus intenciones.
La organización innata tampoco se detiene en la aprehensión de la estructura física del mundo. Además, colorea nuestra experiencia visual con unos sentimientos y unos placeres estéticos universales. Los niños pequeños prefieren los paisajes de calendario a las imágenes de desiertos y bosques, y los bebés de sólo tres meses se fijan más en una cara bonita que en una inexpresiva(49). Los bebés prefieren los intervalos musicales consonantes
a los disonantes, y los niños de 2 años, en sus juegos de simulación, se dedican incansables a componer y a apreciar la ficción narrativa(50).
(49) Etcoff, 1999; Kaplan, 1992; Orians y Heerwgen, 1992.
(50) Leslie, 1994; Schellenberg y Trehub, 1996; Storey, 1996; Zentner y Kagan, 1996.
Cuando percibimos el resultado de la conducta de otras personas, la evaluamos mediante nuestra psicología intuitiva, nuestra teoría de la mente. No valoramos sin más una secuencia de lenguaje ni un artefacto como un producto o una obra de arte, sino que procuramos entender por qué se les ocurrieron a sus autores y qué efecto piensan que nos van a producir (como veíamos en el capítulo 12). Naturalmente, un mentiroso inteligente puede confundir a las personas, pero los artistas Cuando percibimos el resultado de la conducta de otras personas, la evaluamos mediante nuestra psicología intuitiva, nuestra teoría de la mente. No valoramos sin más una secuencia de lenguaje ni un artefacto como un producto o una obra de arte, sino que procuramos entender por qué se les ocurrieron a sus autores y qué efecto piensan que nos van a producir (como veíamos en el capítulo 12). Naturalmente, un mentiroso inteligente puede confundir a las personas, pero los artistas
Los artistas y críticos modernistas y posmodernistas no saben reconocer otra característica de la naturaleza humana que impulsa las artes: las ansias de estatus, especialmente sus propias ansias de estatus. Como decíamos, la psicología del arte está entretejida con la psicología de la estima, con su aprecio de lo raro, lo suntuoso, lo preciosista y lo deslumbrante. El problema es que siempre que las personas buscan cosas raras, los emprendedores las hacen menos raras, y cuando una representación deslumbrante se imita, se puede convertir en un lugar común. El resultado es la eterna renovación
de estilos en las artes. El psicólogo Colin Martindale ha documentado que toda forma de arte aumenta en complejidad, ornamentación y carga emocional hasta que se explota completamente el potencial evocador del estilos(51). Entonces, la atención se dirige al propio estilo, el cual, en ese momento, cede el paso a otro nuevo. Martindale atribuye este ciclo a la aclimatación por parte del público, pero también tiene su origen en el deseo de atención por parte de los artistas.
(51) Martindale, 1990.
En el arte del siglo XX, la búsqueda de lo nuevo se hizo desesperada debido a las economías de producción en masa y a la riqueza de la clase media. A medida que las cámaras, las reproducciones de arte, las radios, los discos, las revistas, las películas y los libros de bolsillo se hacían asequibles, la gente corriente podía comprar arte a espuertas. Es difícil distinguirse como artista bueno o como buen entendido en arte cuando la gente posee arte hasta las orejas, gran parte de él de un mérito artístico razonable. El problema de los artistas no es que la cultura popular sea tan mala, sino que sea tan buena, al menos en algunos momentos. El arte ya no puede dar prestigio por la rareza o la excelencia de las propias obras, de modo que lo ha de proporcionar por la rareza de los poderes de apreciación. Como señala Bourdieu, sólo una reducida elite de iniciados podría entender el sentido de las nuevas obras de arte. Y con tantas cosas hermosas como surgen de las imprentas y de las plantas de grabación, las obras distintivas no tienen En el arte del siglo XX, la búsqueda de lo nuevo se hizo desesperada debido a las economías de producción en masa y a la riqueza de la clase media. A medida que las cámaras, las reproducciones de arte, las radios, los discos, las revistas, las películas y los libros de bolsillo se hacían asequibles, la gente corriente podía comprar arte a espuertas. Es difícil distinguirse como artista bueno o como buen entendido en arte cuando la gente posee arte hasta las orejas, gran parte de él de un mérito artístico razonable. El problema de los artistas no es que la cultura popular sea tan mala, sino que sea tan buena, al menos en algunos momentos. El arte ya no puede dar prestigio por la rareza o la excelencia de las propias obras, de modo que lo ha de proporcionar por la rareza de los poderes de apreciación. Como señala Bourdieu, sólo una reducida elite de iniciados podría entender el sentido de las nuevas obras de arte. Y con tantas cosas hermosas como surgen de las imprentas y de las plantas de grabación, las obras distintivas no tienen
Una consecuencia es que el arte modernista dejó de intentar atraer a los sentidos. Al contrario, desdeñaba la belleza como algo empalagoso y superficial(52). En su libro de 1913, Art, el crítico Clive Bell (cuñado de Virginia Woolf y padre de Quentin) decía que la belleza no tenía sitio en el buen arte porque estaba enraizada en experiencias burdas(53). La gente habla de hermoso en expresiones como «una caza hermosa», decía, o, lo que es peor, para referirse a las mujeres guapas. Bell asimiló la psicología conductista de su tiempo y sostenía que la gente corriente llega a disfrutar del arte por un proceso
de condicionamiento pavloviano. Aprecian un cuadro sólo si representa a una mujer hermosa; la música, sólo si evoca «emociones similares a las que provocaban las jóvenes en las farsas musicales»; y la poesía, sólo si despierta unos sentimientos como los que en cierto momento despertó la hija del párroco. Treinta y cinco años después, el pintor abstracto Barnett Newman declaraba encantado que el impulso del arte moderno era «el deseo de destruir la belleza(54)». Los posmodernos eran aún más desdeñosos. La belleza, decían, consiste en unos criterios arbitrarios dictados por una elite. Esclaviza a las mujeres porque las obliga a conformarse a unos ideales irreales, y halaga a los coleccionistas de arte de orientación comercial(55).
(52) Steiner, 2001.
(53) Citado en Dutton, 2000.
(54) C. Darwent, «Art of staying pretty», New Statesman,
13 de febrero de 2000.
(55) Steiner, 2001.
Para ser justos, hay que señalar que el modernismo abarcaba muchos estilos y artistas, y no todos ellos rechazaban la belleza y otras sensibilidades humanas. En su parte positiva, el modernismo perfeccionó una elegancia visual y una estética de la función de la forma, unas alternativas de agradecer a las baratijas y la ostentación de riqueza victorianas. Los movimientos Para ser justos, hay que señalar que el modernismo abarcaba muchos estilos y artistas, y no todos ellos rechazaban la belleza y otras sensibilidades humanas. En su parte positiva, el modernismo perfeccionó una elegancia visual y una estética de la función de la forma, unas alternativas de agradecer a las baratijas y la ostentación de riqueza victorianas. Los movimientos
de qué forma apelaba al placer humano. Como su negación
de la belleza se convirtió en ortodoxia, y como sus éxitos estéticos se los apropió la cultura comercial (por ejemplo, el minimalismo del diseño gráfico), el modernismo no dejó lugar al que pudieran acudir los artistas.
Quentin Bell decía que cuando se agotan las variaciones
de un género, las personas recurren a un canon de estatus diferente, que él añadía a la lista de Veblen. En la «ira ostentosa», los jóvenes malos (y las jóvenes) hacen alarde de su capacidad para conseguir sorprender a la burguesía(56). La campaña interminable de los artistas posmodernos para atraer la atención de un público hastiado pasaba desde desconcertar a éste hasta hacer cualquier cosa que pudiera molestarle. Todos hemos oído hablar de los casos más conocidos: las fotografías de actos sadomasoquistas de Robert Mapplethorpe, el Orina-Cristo de Andrés Serrano (un crucifijo en una jarra llena con la orina del artista), el cuadro de Chris Ofili que representa a la Virgen María manchada con boñigas de elefante y la representación de nueve horas de la obra Flag Fuck (w/Beefl #17B, en la que Ivan Hubiak bailaba sobre el escenario llevando una bandera de Estados Unidos como si se tratara de un pañal, al tiempo que se cubría
de carne cruda. En realidad, esta última representación nunca tuvo lugar; los autores la inventaron para el periódico satírico The Onion, en un artículo que se titulaba «Performance Artist Shocks U.S. Out of Apathetic Slumber» [«Un artista despierta a Estados Unidos de su sueño apático»](57). Pero apuesto a que el lector se lo había creído.
(56) Bell, 1992.
(57) The Onion, n.º 36, 21-27 de septiembre de 2000, pág.
Otra consecuencia es que el arte de elite ya no se podía apreciar sin un equipo de apoyo de críticos y teóricos, que no se limitaban a valorar e interpretar el arte, como los críticos de cine o literarios, sino que dotaban al arte de una base. Tom Wolfe escribió La palabra pintada después de leer en el New York Times un artículo en que se criticaba la pintura realista porque carecía de «algo crucial»; en concreto, de «una teoría persuasiva». Explica Wolfe:
Allí y entonces experimenté un destello conocido como el fenómeno del ¡Ajá! y se me reveló por primera vez la vida oculta del arte contemporáneo [...]. Todos esos años, yo, como muchos otros, había estado ante mil, dos mil, sabe Dios cuántos miles de Pollock, De Kooning, Newman, Noland, Rothko, Rauschenberg, Judd, Johns, Olitski, Louis, Still, Franz Kline, Frankenthaler, Kelly y Frank Stella, unas veces entrecerrando los ojos, otras con los ojos saliéndoseme de sus cuencas, otras echándome hacia atrás, otras acercándome -esperando, esperando, siempre esperando... eso... que apareciera eso, es decir, la recompensa visual (a tanto esfuerzo) que debe de existir, que todo el mundo (tout le monde) sabía que existía-, esperando que algo irradiara directamente de los cuadros colgados en esas paredes invariablemente de un blanco inmaculado, en esta habitación, en este momento, en mi propio quiasma óptico. Todos esos años, en resumen, había supuesto que, al menos, en el arte ver es creer. Pues bien, ¡vaya miopía la mía! Hoy, por fin, el día 28 de abril de 1974, sabía qué es lo que sucede. Lo había entendido todo al revés. No se trata de que «ver es creer», tontaina, sino de que «creer es ver», pues el Arte Moderno se ha hecho completamente literario: la pintura y las otras obras existen sólo para ilustrar el texto(58).
(58) Wolfe, 1975, págs. 2-4.
Una vez más, el posmodernismo llevó este extremo a un extremo aún mayor, en el que la teoría eclipsaba al tema y se convertía ella misma en un género del arte de la representación. Los estudiosos posmodernistas, remedando
a teóricos como Theodor Adorno y Michel Foucault, desconfían de la exigencia de «transparencia lingüística» a teóricos como Theodor Adorno y Michel Foucault, desconfían de la exigencia de «transparencia lingüística»
(59) J. Miller, «Is bad writing necessary? George Orwell, Theodor Adorno, and the politics of language», Lingua Franca, diciembre/enero de 2000.
(60) www.cybereditions.com/aldaily/bwc.htm.
El paso de una explicación estructuralista en que se entiende que el capital estructura las relaciones sociales de una forma relativamente homóloga a una idea
de hegemonía en que las relaciones de poder están sometidas a la repetición, la convergencia y la reformulación suscitó la cuestión de la temporalidad en el pensamiento de la estructura, y marcó un cambio desde una forma de teoría althusseriana que considera las totalidades estructurales como objetos teóricos a otra en que las indagaciones en la posibilidad contingente de la estructura abren una concepción renovada de la hegemonía como vinculada a los enclaves y las estrategias contingentes de la reformulación del poder.
Dutton, cuya revista Philosophy and Literature patrocina el concurso, asegura que no se trata de una sátira. Las reglas del concurso lo prohíben: «La parodia deliberada no se puede permitir en un campo donde la autoparodia involuntaria está tan extendida».
Un último punto flaco para la naturaleza humana es la incapacidad de los artistas y teóricos actuales de deconstruir sus propias pretensiones morales. Hace mucho tiempo que críticos y teóricos piensan que apreciar el arte de elite ennoblece, y hablan de ignorantes culturales en un tono que normalmente se reserva para quienes abusan de los menores. La afectación de reforma social que rodea al modernismo y al posmodernismo forma parte de esta tradición.
Aunque la sofisticación moral exige apreciar la historia y la diversidad cultural, no hay razón para pensar que las artes de elite sean una forma especialmente buena de inculcar tal apreciación, en comparación con la ficción realista o la tradición educativa medianamente cultivadas. El hecho objetivo es que el modo que las personas tengan de entretenerse en su tiempo libre no tiene unas consecuencias morales evidentes. La convicción
de que los artistas y entendidos son personas moralmente avanzadas es una ilusión cognitiva, que nace del hecho de que nuestra circuitería para la moralidad está interconectada con nuestra circuitería para el estatus (véase el capítulo 15). Como señala el crítico George Steiner: «Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la tarde, que puede interpretar a Bach y a Schubert y, por la mañana, iniciar su jornada laboral en Auschwitz(61)». Y al revés, debe de existir gente iletrada que da su sangre, arriesga su vida y se presta voluntaria para apagar incendios, o que adopta a niños discapacitados, pero cuya opinión sobre el arte moderno es: «Podría haberlo hecho mi hija de cuatro años».
(61) Steiner, 1967, prefacio.
El historial moral y político de los artistas modernistas no es para enorgullecerse. Algunos se comportaron de forma despreciable en su vida personal, y muchos abrazaron el fascismo y el estalinismo. El compositor modernista Karlheinz Stockhausen describió los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 como «la mayor obra de arte imaginable para la totalidad del cosmos», y añadía, con envidia, que «los artistas, también, a veces traspasan los límites de lo factible y concebible, para que nos despertemos, para que nos abramos a otro mundo(62)». La teoría del posmodernismo tampoco es especialmente progresista. Una negación de la realidad objetiva se contradice con el progreso moral, porque impide que uno pueda decir, por ejemplo, que la esclavitud o el Holocausto ocurrieron de verdad. Y, como
ha señalado Adam Gopnik, los mensajes políticos de la mayor parte de las obras posmodernistas son completamente banales, como el de «el racismo es malo». Pero se afirman
de forma tan indirecta que hacen que los espectadores se de forma tan indirecta que hacen que los espectadores se
(62) New York Times, 19 de septiembre de 2001.
Y en cuanto a la actitud despectiva ante la burguesía, se trata de un ataque petulante e inmaduro al estatus que nada tiene que ver con la virtud moral o política. El hecho es que los valores de la clase media -la responsabilidad personal, la devoción a la familia y los vecinos, el rechazo de la violencia machista, el respeto por la democracia liberal- son cosas buenas, no malas. La mayor parte del mundo desea integrarse en la burguesía, y la mayoría de los artistas son miembros destacados de ella que adoptaron una afectación un tanto bohemia. Dada la historia del siglo XX, es difícil echarle en cara a la burguesía su reticencia a unirse a los levantamientos utópicos de masas. Y si quiere colgar sobre el sofá un cuadro de un granero o de un payaso llorando, nada nos permite meternos en sus asuntos.
Las teorías dominantes del arte y la crítica de elite del siglo XX surgieron de una negación militante de la naturaleza humana. Un legado es arte feo, desconcertante y ofensivo. El otro, erudición pretenciosa e ininteligible. ¿Y nos sorprende que sean cuatro gatos los que acudan a ese mundo artístico?
Ha empezado una revuelta. Los visitantes de los museos están hartos de la enésima exposición sobre el cuerpo femenino en que se muestran torsos desmembrados o cientos
de kilos de manteca masticada y escupida por el artista(63). Los estudiantes de humanidades se quejan en correos electrónicos y en los vestíbulos de las conferencias de que se les impida acceder al mercado laboral si no escriben de forma incoherente al tiempo que dejan caer al azar los nombres de autoridades como Foucault y Butler. Los estudiosos inconformistas se quitan las anteojeras que les impedían contemplar los apasionantes avances de las ciencias de la naturaleza humana. Y los artistas más jóvenes se preguntan cómo el propio arte vino a caer en ese lugar extraño donde hablar
de belleza es blasfemar.
(63) Del escultor Janine Antoni; G. Beauchamp, «Dissing the middle-class: The view from Burns Park», American Scholar, verano de 1995, págs. 335-349.
Estas corrientes de descontento convergen en una nueva filosofía de las artes, que concurre con las ciencias y respeta la mente y los sentidos de los seres humanos. Va adquiriendo forma tanto en la comunidad de los artistas como en la de los críticos y especialistas.
En el año 2000, la compositora Stefania de Kenessey anunciaba burlonamente un nuevo «movimiento» de las artes, la Derrière Guard, que festeja la belleza, la técnica y la narrativa(64). Si suena demasiado inocuo para tratarse de un movimiento, considérese la reacción del director del Whitney, el templo del establishment de los torsos desmembrados, que llamó a los miembros del movimiento «puñado de fantoches conservadores y criptonazis(65)». Ideas parecidas a la Derrière Guard se han multiplicado en movimientos llamados Centro Radical, Clasicismo Natural, Nuevo Formalismo, Nuevo Narrativismo, Stuckismo, Retorno a la Belleza y No Mo Po Mo*(66). Estos movimientos combinan la alta y la baja cultura y se oponen por igual a la izquierda posmodernista, con su desprecio por la belleza y el arte, y a la derecha cultural, con sus rígidos cánones de «grandes obras» y sus sermones de fuego y azufre sobre el declive de la civilización. Integran a músicos de formación clásica que mezclan las composiciones clásicas y las populares, a pintores y escultores realistas, a poetas de rima, a novelistas de estilo periodístico y a directores de danza y artistas que utilizan en sus obras el ritmo y la melodía.
* De No More Post Modernism («No más posmodernismo»). (N. del T.)
(64) K. Limaye, «Adieu to the Avant-Garde», Reason, julio
de 1997.
(65) K. Limaye, «Adieu to the Avant-Garde», Reason, julio
de 1997.
(66) C. Darwent, «Art of staying pretty», New Statesman,
13 de febrero de 2000; C. Lambert, «The stirring of 13 de febrero de 2000; C. Lambert, «The stirring of
de 1999; Perloff, 1999; Turner, 1985; Turner, 1995.
Dentro de la academia, un número cada vez mayor de inconformistas acuden a la psicología evolutiva y a la ciencia cognitiva en un esfuerzo por reponer a la naturaleza humana en el centro de cualquier interpretación de las artes. Entre ellos están Brian Boyd, Joseph Carroll, Denis Dutton, Nancy Easterlin, David Evans, Jonathan Gottschall, Paul Hernadi, Patrick Hogan, Elaine Scarry, Wendy Steiner, Robert Storey, Frederick Turner y Mark Turner(67). Un buen conocimiento
de cómo funciona la mente es indispensable para las artes por al menos dos razones.
(67) Abbott, 2001; Boyd, 1998; Carroll, 1995; Dutton, 2001; Easterlin, Riebling y Crews, 1993; Evans, 1998; Gottschall y Jobling, en preparación; Hernadi, 2001; Hogan, 1997; Steiner, 2001; Turner, 1985; Turner, 1995; Turner, 1996.
Una es que el auténtico medio de los artistas, de uno u otro sexo, son las representaciones mentales humanas. La pintura, el movimiento de las extremidades y las palabras impresas no pueden penetrar en el cerebro directamente. Desencadenan una cascada de sucesos neuronales que empiezan con los órganos sensoriales y culminan en los pensamientos, las emociones y los recuerdos. La ciencia cognitiva y la neurociencia cognitiva, que cartografían esa cascada, ofrecen una cantidad ingente de información
a quienquiera que desee entender cómo consiguen los artistas sus efectos. Los estudios sobre la visión pueden iluminar la pintura y la escultura(68). La psicoacústica y la lingüística pueden enriquecer el estudio de la música(69). La lingüística puede ayudar a comprender la poesía, la metáfora y el estilo literario(70). Las investigaciones sobre las imágenes mentales ayudan a explicar las técnicas de la prosa narrativa(71). La teoría de la mente (la psicología intuitiva) puede arrojar luz sobre nuestra capacidad para contemplar mundos ficticios(72). El estudio de la atención visual y
de la memoria a corto plazo puede contribuir a explicar de la memoria a corto plazo puede contribuir a explicar
(68) Goguen, 1999; Gombrich, 1982/1995; Kubovy, 1986.
(69) Aiello y Sloboda, 1994; Lerdhal y Jackendoff, 1983.
(70) Keyser, 1999; Keyser y Halle, 1998.
(71) Scarry, 1999.
(72) Abbott, 2001.
(73) A. Quart, «David Bordwell blows the whistle on film studies», Lingua Franca, marzo de 2000, págs. 35-43.
(74) Abbott, 2001; Aiken, 1998; Cooke y Turner, 1999; Dissanayake, 1992; Etcoff, 1999; Kaplan, 1992; Orians y Heerwgen, 1992; Thornhill, 1998.
Curiosamente, los primeros pintores modernistas eran ávidos consumidores de estudios sobre la percepción. Tal vez les introdujo en ellos Gertrude Stein, que estudió psicología con William James en Harvard y bajo su dirección realizó investigaciones sobre la atención visual(75). También los diseñadores y artistas de la Bauhaus apreciaban la psicología perceptual, en especial la escuela contemporánea de la Gestalt(76). Pero la consilience se perdió cuando las dos culturas se separaron, y no fue hasta hace poco cuando empezaron a regresar juntas. Preveo que la aplicación de la ciencia cognitiva y la psicología evolutiva a las artes se convertirá en una época de auge de la crítica y el conocimiento.
(75) Teuber, 1997.
(76) Behrens, 1998.
El otro punto de contacto puede ser aún más importante. Lo que en última instancia nos empuja hacia una obra de arte no es sólo la experiencia sensorial del medio, sino su contenido emocional y su indagación en la condición El otro punto de contacto puede ser aún más importante. Lo que en última instancia nos empuja hacia una obra de arte no es sólo la experiencia sensorial del medio, sino su contenido emocional y su indagación en la condición
La idea de que el arte debe reflejar las cualidades perennes y universales de la especie humana no es nueva. Samuel Johnson, en el prefacio a su edición de las obras
de Shakespeare, habla del atractivo duradero de aquel gran psicólogo intuitivo:
Nada puede agradar a más gente, ni puede agradar más tiempo, sino las justas representaciones de la naturaleza general. Sólo unos pocos pueden conocer las actitudes particulares y, por consiguiente, sólo unos pocos pueden juzgar con qué exactitud se copian. Las combinaciones irregulares de la invención imaginativa pueden deleitar durante un rato, por esa novedad a cuya búsqueda nos impulsa la saciedad común de la vida; pero los placeres del asombro repentino se agotan pronto, y la mente sólo puede descansar sobre la estabilidad de la verdad.
Tal vez estemos hoy ante una nueva convergencia de las exploraciones de la condición humana por parte de artistas y científicos, no porque los científicos intenten apropiarse de las humanidades, sino porque artistas y humanistas están empezando a fijarse en las ciencias, o al menos en la mentalidad científica que nos contempla como una especie con una compleja dotación psicológica. Al explicar esta conexión no puedo esperar competir con las palabras de los propios artistas, y concluiré con las palabras de tres excelentes novelistas.
Iris Murdoch, obsesionada por los orígenes del sentimiento moral, habla de su permanente presencia en la ficción:
En muchos aspectos, aunque no en todos, formulamos el mismo tipo de juicios morales que hacían los griegos, y reconocemos a las personas buenas o valiosas de épocas y literaturas alejadas de las nuestras. Patroclo, Antígona, Cordelia, míster Knightley, Alyosha. La invariable amabilidad de Patroclo. La sinceridad de Cordelia. El
Alyosha que le dice a su padre que no teme al infierno. Es tan importante que Patroclo fuera amable con las mujeres cautivas como que Emma lo fuera con Miss Bates, y percibimos esta importancia de forma inmediata y natural en ambos casos, a pesar del hecho de que casi tres mil años separen a los autores. Y esto, cuando uno se detiene
a pensarlo, es un testimonio extraordinario de la existencia de una naturaleza humana única y duradera(77).
(77) Citado en Storey, 1996, pág. 182.
A. S. Byatt, cuando los editores del New York Times Magazine le preguntaron cuál era la mejor narración del milenio, escogió la historia de Scherezade:
Los cuentos de Las mil y una noches [...] son cuentos sobre contar cuentos, que no por ello dejan de ser historias sobre el amor y la vida y la muerte y el dinero y el alimento y otras necesidades humanas. La narración forma parte de la naturaleza humana, tanto como la respiración y la circulación de la sangre. La literatura modernista intentó prescindir de la narración de historias, que consideraba algo vulgar, y la sustituyó por flashbacks, epifanías y corrientes de conciencia. Pero la narración es intrínseca al tiempo biológico, del que no podemos escapar. La vida, decía Pascal, es como vivir en una prisión de la que todos los días se llevan a unos compañeros de la prisión para su ejecución. Como Scherezade, todos estamos condenados a muerte, y todos pensamos en nuestra vida como una narración, con su principio, su desarrollo y su desenlace(78).
(78) A. S. Byatt, «Narrate or die», New York Times Magazine, 18 de abril de 1999, págs. 105-107.
John Updike, al que se le pidieron también unas reflexiones para el cambio de milenio, hablaba del futuro
de su propia profesión. «El autor de ficción, un mentiroso profesional, paradójicamente está obsesionado por la verdad», escribía, y «la unidad de la verdad, al menos para el escritor de ficción, es el animal humano, que pertenece a la especie Homo sapiens, que no ha cambiado al menos durante 100.000 años».
La evolución se mueve más despacio que la historia, y mucho más despacio que la tecnología de los últimos siglos; no hay duda de que la socio-biología, a la que sorprendentemente se calumnia en algunas instancias científicas, presta un útil servicio al investigar qué rasgos son innatos y cuáles son adquiridos. ¿Qué tipo de software cultural pueden soportar nuestros circuitos integrados evolucionados? La ficción, en su andar a tientas, se dirige a esos momentos de malestar en que la sociedad exige más de lo que sus miembros individuales pueden, o quieren, dar. La gente corriente que experimenta el roce de las páginas es quien nos calienta las manos y el corazón mientras escribimos [...]
Ser humano es estar en la tensa situación de un animal libidinoso y consciente de que ha de morir. Ninguna otra criatura terrenal sufre tal capacidad de pensamiento, tal complejidad de posibilidades avistadas y frustradas, tal inquietante habilidad para cuestionar los imperativos tribales y biológicos.
Una criatura tan ingeniosa y con tantos conflictos constituye un objetivo inacabable para las meditaciones
de la ficción. Creo que es verdad que el Homo sapiens nunca se acogerá a ninguna utopía con la suficiente complacencia para dejar atrás todos sus conflictos y eliminar toda esa indigencia suya que sirve de alimento a la perversidad(79).
(79) John Updike, «The tried and the treowe», Forbes ASAP, 2 de octubre de 2000, págs. 201, 215.
La literatura tiene tres voces, dijo el estudioso Robert Storey: la del autor, la del público y la de la especie(80). Estos novelistas nos recuerdan la voz de la especie, un elemento esencial de todas las artes, y un tema adecuado con el que concluir mi propia historia.
(80) Storey, 1996, pág. 114.