De cómo un conflicto periférico se convierte en la metáfora de un país desvencijado
7.1. De cómo un conflicto periférico se convierte en la metáfora de un país desvencijado
La década de 1990 dejó un triste y amargo recuerdo en la conciencia colectiva de la sociedad rusa. Al deterioro económico acuciante y la eliminación de mecanismos de protección social se añadían una extendida corrupción estructural, una recaudación fiscal inferior al 20% y una difusa pero al mismo tiempo generalizada y profunda convicción entre los rusos de la existencia de una conspiración internacional contra Rusia. Dicha confabulación, a los ojos de un inconsciente colectivo intensamente sensibilizado, se estaría ejerciendo con la complicidad de una élite corrupta y proclive a ceder aspectos básicos de la soberanía nacional. Su concreción sería la falta
de acceso de Rusia al puesto que le correspondería legítimamente
El conflicto de Chechenia como potencia global y en la mutilación del territorio nacional ruso, o
lo que es lo mismo, el espacio de la Unión Soviética, cercenada por el interés y la acción de los enemigos tradicionales de Rusia. En esta visión, muy extendida en los momentos de debilidad política y económica del régimen de Yeltsin, Rusia seguía siendo víctima de males endógenos y exógenos, lo que se concretaba en injerencias
sobre la cohesión territorial del país 1 . En este contexto, Chechenia suponía una metáfora perfecta del
estado crítico de la nación rusa: reflejo de una crisis de confianza de la sociedad rusa hacia los dignatarios del país y hacia la misma unidad nacional, víctima de unas élites locales con intereses oscuros y receptor de intereses foráneos interesados en socavar la grandeza de la nueva Rusia. Para la mayor parte de la sociedad rusa, la proclamación
de la independencia de Chechenia en 1991 por Dzhojar Dudayev obedecía a la superposición de falsas percepciones. Por un lado, un fácil populismo victimista de raíz étnica basado en agravios históricos, por otro lado, de veracidad dudosa —no olvidemos que las masacres y la deportación de 1944 fueron reconocidos por la URSS sólo de un modo muy tardío y parcial—; en segundo lugar, el surgimiento de unas élites ambiciosas fundamentadas en dicho victimismo —el propio Dudayev, general soviético del Ejército del Aire, sería visto como un traidor a la patria y a la causa soviéticas—; y, por último, el mimetismo respecto a procesos de todos modos equívocos y manipulados que llevaron la independencia a las repúblicas federadas, en cualquier caso más legitimadas que el caso checheno, de una
categoría administrativa inferior. 2
Todo ello síntomas reconocibles para cualquier ruso de principios
de los años noventa. Chechenia no representaba un caso de reivindicación nacional, ni un ejemplo siquiera comparable a las independencias de Ucrania, Uzbekistán o cualquier otra antigua república soviética, de todos modos cuestionadas igualmente.
1 Evans Jr., A. B. et al. (eds.) (2006) Russian Civil Society: A Critical Assessment, Armonk, M. E. Sharpe.
2 La constitución soviética de 1977 reconocía (art. 72) el derecho a la autodeterminación de las repúblicas de la Unión, es decir las quince entidades que
efectivamente se independizaron en 1991. Chechenia —en rigor, Checheno- Ingushetia— era una república autónoma (RASS), no incluida por lo tanto en este supuesto.
Francesc Serra Chechenia era un ejemplo exacerbado del profundo caos al que había
llegado Rusia a causa de la mala gestión de sus dirigentes. Si en otras regiones grupos delincuentes locales tomaban el control de las finanzas públicas, si administradores corruptos hacían caso omiso de las autoridades centrales para su propio enriquecimiento, si colectividades enteras decidían autoadministrarse para garantizar su supervivencia, en Chechenia, simplemente, el asunto tomaba un matiz
de reivindicación nacional y recibía un difuso apoyo externo. La preocupante situación de Rusia hacía que lo que recientemente se había erigido como una superpotencia ahora se asemejase a lo que ya entonces se definía como un Estado fallido: altos niveles de corrupción, ineficacia administrativa, escasa incidencia fiscal del Estado y… falta de control de todo el territorio por parte de las autoridades centrales.
Es por ello que la Federación Rusa quiso dar ejemplo del redireccionamiento del país con uno de los aspectos que más le preocupaban, tanto a la administración como a la sociedad: la cohesión territorial. La administración Yeltsin pretendió enfrentarse al progresivo deterioro del Estado —y de la imagen de sus líderes— retomando el control sobre la díscola república e iniciar, así la resurrección de la maltrecha Rusia. Durante un primer período confuso, la acción de las fuerzas armadas rusas se limitó a apoyar logísticamente a los adversarios internos de Dudayev. Esta fase necesariamente discreta quedó inutilizada con las victorias militares
de las fuerzas de Dudayev y la denuncia por éste de la “injerencia” rusa, pero dio paso a una fase mucho más pública, publicitada y, en su inicio, transparente. En diciembre de 1994 el ejército ruso inició una intervención directa sobre Chechenia, con el claro objetivo de derrocar
a Dudayev, abolir la autoproclamada independencia y restaurar la autoridad rusa sobre la región.
Aunque la operación militar se vio precipitada por el fracaso de las operaciones soterradas anteriores, Yeltsin quiso dar a la iniciativa un cariz propagandístico y una imagen de planificación: la restauración de la autoridad rusa a Chechenia debía ser un mensaje claro del retorno del honor y el orden a la Federación. Sin embargo, las operaciones sobre el terreno no resultaron tan satisfactorias como se preveía, por tres razones básicas: en primer lugar, la ineficacia militar, que tardó mucho más de lo previsto en alcanzar los objetivos
El conflicto de Chechenia planteados —en rigor, nunca los alcanzó del todo—, quedó en ridículo
ante un enemigo minusvalorado y se vio azuzado por casos graves de falta de planificación, desunión, corrupción e incluso deserciones masivas. En segundo lugar, una fuerte condena internacional, aspecto que trataré más adelante. Y en tercer lugar, lo que más nos ocupa en este trabajo, una falta de empatía por parte de aquellos a quienes el ejército pretendía representar y defender, la sociedad rusa.
Se ha dicho en muchas ocasiones que la primera guerra de Chechenia encontró a la sociedad chechena unida y a la rusa desunida, al contrario de lo que sucedió en la segunda. Lo cierto es que los abusos de todo tipo cometidos por las fuerzas rusas en su avance por el Cáucaso generaron, es cierto, un sentimiento colectivo de indignación y rechazo por parte de la sociedad chechena que se tradujo rápidamente en un frente común alrededor del presidente Dudayev. En cuanto a la sociedad rusa, se produjo un efecto inesperado y sociológicamente interesante. La guerra y la búsqueda de amenazas compartidas son recursos habituales en los regímenes poco populares, especialmente si son autoritarios. Los resultados suelen ser automáticos, incluso en el caso que se produzcan reveses militares iniciales, puesto que cualquier dificultad puede ser achacada al enemigo y sus apoyos externos; tradicionalmente, hallamos rechazo social extenso a las iniciativas militares sólo tras un largo período de derrotas o tras una rendición final.
Sin embargo, en el caso de la intervención militar rusa sobre Chechenia en 1994 no hallamos un fuerte apoyo social, ni siquiera mediático. La causa más probable es lo acuciante de la realidad social rusa, que necesitaba de soluciones a corto plazo más que de desfiles triunfales. Los primeros efectos de condena internacional y las noticias de abusos militares sobre la población civil, desde luego, no contribuyeron a potenciar la popularidad de la aventura. A medida que avanzaba el conflicto, sin embargo, ahondaron los motivos de descontento social: la mala planificación llevó a muchos reclutas a ser muertos o heridos o a enfermar por las pésimas condiciones en que debían luchar; la lentitud del avance ante lo que se suponía que era, según la prensa oficial, un grupo de bandidos sin apoyo local, desprestigió enormemente al ejército. Pronto hubo movilizaciones de parientes y entorno social de los reclutas exigiendo su retorno o el fin
de las hostilidades. Las escasas y dilatadas victorias, como la toma de
Francesc Serra Grozny o la muerte de Dudayev no causaron oleadas de entusiasmo,
sino más bien indiferencia social. Y la reelección de Yeltsin como presidente, en 1996, quedó empañada en las siguientes semanas por la recuperación de Grozny por los rebeldes y los acuerdos de paz entre Lebed y Masjadov que llevaron a la retirada de las fuerzas rusas de territorio checheno.
La popularidad de Yeltsin nunca se recuperó. El presidente era consciente de dos factores claves: el primero, que él no podría recuperar ese carisma popularmente; y el segundo, que quien quisiera que lo recuperase, debería empezar por lo que él mismo confesaba que había sido su principal error: Chechenia. En 1999, tras unos más que sospechosos atentados en varias ciudades rusas atribuidos a agentes chechenos, y una torpe incursión del guerrillero Basayev en Daguestán, Yeltsin ordenó una segunda operación sobre Chechenia. El marketing interno fue esencial en este caso: en primer lugar, el protagonista de la operación no fue el propio Yeltsin, cuya popularidad descendía en picado y se situaba por debajo del diez por ciento, sino un relativamente desconocido director del Servicio Federal de Seguridad (FSB), Vladimir Putin.
En segundo lugar, las oportunas operaciones chechenas fuera de sus fronteras, así como su proyección mediática, habían ocasionado un clamor popular para solucionar el enquistado conflicto del Cáucaso. En tercer lugar, se evitaron críticas externas gracias a la nueva situación internacional, más suavizada y a oportunas consultas desde el Kremlin. En cuarto lugar, el enemigo ya no era ninguneado como grupos desunidos y desmotivados sino que, al contrario, se presentaba como un poderoso conglomerado de fuerzas no cohesionadas pero ideológicamente radicalizadas, con preocupante presencia del fundamentalismo islámico. Por último, y a pesar de que la situación social de los rusos no era mucho mejor que cinco años atrás —de hecho, la crisis de 1998 había planteado nuevas dudas sobre la viabilidad del país—, sí había podido cuajar la idea de una unidad social necesaria como primer paso para la recuperación de Rusia.
El conflicto de Chechenia